2/27/2020

Mimi

La casa parecía enorme ahora. Todos los muebles habían desaparecido y los rincones, que una vez estuvieron llenos de cajas, también habían quedado vacíos. Lucía canturreó suavemente mientras se paseaba por las habitaciones, escuchando el eco que dejaban sus manoletinas al caminar y admirando las esquinas que hacía tiempo que no veía. Le llamaban mucho la atención las marcas hundidas que dejaban las mesas en el parqué, o los cuadrados de polvo que antes ocultaban las estanterías. Y sobre todo, el espacio. Se sentía pequeña entre tantas paredes vacías.

Se apartó en el pasillo para dejar a sus padres pasar, que iban de un lado a otro llevando las maletas desde su habitación hasta la puerta. Se fijó en que su madre había cogido también su pequeña mochila azul con lentejuelas, y que estaba cerrada. Lucía soltó un grito ahogado y salió a correr.

- ¡Mamá, cuidado! - chilló, mientras alcanzaba la mochila y la abría para sacar la cabeza de su conejo de peluche - Que así se agobia.
- Lo sé, cariño, lo sé - su madre suspiró suavemente y cerró la cremallera alrededor del cuello del conejo, dejando le asomara la cabeza. Luego le entregó la mochila a Lucía -. Será mejor que la lleves tú. Nos vamos ya, así que echa un último vistazo, ¿vale?

Lucía se colocó la mochila al hombro y recorrió las habitaciones una a una, desde la entrada hasta el final del pasillo. Lo primero fue la cocina a su izquierda, que era lo que menos había cambiado en toda la casa. La nevera, el microondas y el resto de electrodomésticos seguían en su sitio, e incluso la mesa donde siempre comían también se había quedado allí. Lo único que no veía eran las cortinas blancas, de forma que la luz pasaba directamente por las ventanas y hacían que la habitación fuera demasiado luminosa. Lucía entrecerró los ojos y revisó uno a uno los cajones que podía alcanzar. También estaban vacíos, a excepción de una goma elástica que alguien olvidó en el cajón inferior. La tomó y se la puso en la muñeca izquierda.

Pasó al salón que estaba justo enfrente de la cocina, la habitación más grande de toda la casa. Allí no quedaba ningún mueble, así que no tuvo mucho que revisar. Se asomó a la terraza y comprobó, con tristeza, que sus padres habían dejado ahí las jardineras llenas de flores. Les susurró una pequeña despedida y les aseguró que pronto vendría alguien a cuidarlas. No estaba segura de ello, pero quería consolarlas de alguna manera. Además, pensaba, las plantas no saben reconocer las mentiras.

Lo siguiente fue la sala de estar, que siempre recordaría a rebosar de juguetes y peluches. El sofá de tela roja, el escritorio y la alfombra que antes ocupaban la totalidad de la estancia también se habían desvanecido. Le resultó divertido ver que aún quedaban pequeños rectángulos de cinta adhesiva en la pared, como pequeños chivatos de que ahí antes hubo un póster colgado. Igual que los agujeros de los clavos que habían dejado los cuadros. Era como si esas paredes estuvieran especialmente vacías.

Ya solo quedaban dos habitaciones y el baño. Lucía solo se asomó al cuarto de sus padres, que olía a polvo y oscuridad. Alguien había cerrado las persianas y le daba la impresión de que, de esa forma, la habitación había quedado cerrada para siempre. Se quedó unos segundos bajo el marco de la puerta mientras pensaba, hasta que por fin decidió dirigirse al baño.

Por supuesto, la ducha y el lavabo seguían en su sitio. Por curiosidad abrió el grifo y se sorprendió al ver que el agua seguía corriendo. No estaba segura de por qué, pero había asumido que también se habrían llevado el agua. El único mueble que faltaba era la pequeña estantería de madera que antes sujetaba las toallas, pero todo lo demás seguía igual. Mientras cerraba la puerta se preguntó si en la nueva casa tendrían bañera.

Por último se fue a su habitación. Las cortinas de flores ya no estaban (y menos mal, porque no le gustaban nada) y de la cama solo quedaban los arañazos que dejaban las patas en el suelo. Bajó la persiana con cuidado de que quedara una pequeña rendija de luz y se dirigió al único sitio de interés que quedaba en la habitación, el armario empotrado.

Lo abrió y revisó la cajonera por última vez, pero estaba completamente vacía. Alzó la cabeza y se fijó en las perchas que también habían dejado atrás. Frunció el ceño. Su madre siempre se quejaba de que no había suficientes perchas, ¿por qué no las había cogido? De todas formas no las alcanzaba, así que tuvo que dejarlas ahí. Por último miró la esquina inferior derecha del armario, donde había un pequeño espacio entre la cajonera y la pared.

Mimi estaba allí, esperando. Era una pequeña criatura peluda, alargada y de color verdoso, que se enroscaba suavemente sobre sí misma. Mimi no tenía brazos ni piernas y Lucía ni siquiera sabía si tenía boca, pero sí se le veían los ojos negros y grandes por debajo del pelaje. Parecían brillar de tristeza.

- Hola, Mimi - susurró Lucía, alargando la mano. La criatura se deslizó entre sus dedos, completamente ingrávida pero aún así causando un leve cosquilleo -. Es hora de despedirse.

Lucía la depositó en el suelo y contuvo las lágrimas. La iba a echar tanto de menos. Y le preocupaba que nadie más cuidara de ella. Mamá le había dicho que no se la podían llevar, ¿pero qué iba a saber ella? Ni siquiera había visto nunca a Mimi. Lucía intentó muchas veces demostrarle que vivía allí, enseñándole las pequeñas rocas y chuches que Mimi acumulaba en la esquina del armario, pero su madre sacudía la cabeza y se marchaba sin más. Mimi se escondía ante los extraños y tampoco le gustaba salir del armario, así que ambas pensaron que lo mejor era separarse. Pero le daba tanta pena.

- Mira, te he traído esto - Lucía se quitó la goma elástica y la dejó caer en el hueco -. Para que no te olvides de mí, ¿vale?

Mimi se enroscó dentro del perímetro de la goma y se sacudió, satisfecha. Después se arrastró hacia su rincón de tesoros y sacó una pequeña moneda que empujó con el morro hasta la mano de la niña. Era una moneda que Lucía no había visto jamás, pentagonal y de un intenso color dorado, con un agujero redondo en el centro. La tomó para admirarla y se fijó en el extraño relieve que tenía dibujado, como pequeños símbolos que se ordenaban como si fueran palabras.

- ¿Es para mí? - Lucía miró primero a Mimi y luego a la moneda, que guardó en el bolsillo -. Es preciosa. Gracias.

- ¡Lucía, por favor! - escuchó a su madre gritar desde el rellano - ¡Que nos vamos ya!

- Lo siento, Mimi. Me tengo que ir. - Inspiró hondo y habló, con voz temblorosa -. Te quiero.

La criatura giró sobre sí misma y desapareció en el rincón. Lucía se secó bruscamente las lágrimas y salió a correr hacia la puerta, con cuidado de que su conejo de peluche no se mareara, y alcanzó a su madre que esperaba con las llaves en la mano. Ya habían llamado al ascensor y todo. Lucía cerró la puerta y se marchó para siempre de aquel lugar, sabiendo que no volvería jamás. Se fue con el corazón encogido, sintiendo el relieve de la moneda entre la yema de sus dedos.




9- Escribe un relato que ocurra en la casa de tu infancia.

El relato de esta semana es sencillito, lo sé, ¡pero es que estoy agobiada con la universidad! Y me apetecía escribir algo ameno y cuqui para este tema, para endulzar un poquito el paladar después de la crudeza de El Rey de Amarillo.

La verdad, este tema me resultaba extraño porque yo como tal no tengo casa de la infancia. He vivido en muchas casas distintas, y que se puedan considerar "de infancia" son al menos 3 de ellas. He decidido escoger la última (porque no recordaba tan bien las otras), y además representar un poco la experiencia de tener que marcharte de tu hogar. Por desgracia yo no tenía un pequeño amigo peludo, pero sí había un hueco en ese armario que siempre me resultó extraño.

En fin, ¡espero que os haya gustado! ¿Qué os ha parecido esta vez? Podéis dejármelo en un comentario, además de darme vuestro feedback o hablarme un poco de vuestra casa de la infancia. Soy todo oídos. O todo ojos, más bien.

¡Hasta la próxima!

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