2/27/2020

Mimi

La casa parecía enorme ahora. Todos los muebles habían desaparecido y los rincones, que una vez estuvieron llenos de cajas, también habían quedado vacíos. Lucía canturreó suavemente mientras se paseaba por las habitaciones, escuchando el eco que dejaban sus manoletinas al caminar y admirando las esquinas que hacía tiempo que no veía. Le llamaban mucho la atención las marcas hundidas que dejaban las mesas en el parqué, o los cuadrados de polvo que antes ocultaban las estanterías. Y sobre todo, el espacio. Se sentía pequeña entre tantas paredes vacías.

Se apartó en el pasillo para dejar a sus padres pasar, que iban de un lado a otro llevando las maletas desde su habitación hasta la puerta. Se fijó en que su madre había cogido también su pequeña mochila azul con lentejuelas, y que estaba cerrada. Lucía soltó un grito ahogado y salió a correr.

- ¡Mamá, cuidado! - chilló, mientras alcanzaba la mochila y la abría para sacar la cabeza de su conejo de peluche - Que así se agobia.
- Lo sé, cariño, lo sé - su madre suspiró suavemente y cerró la cremallera alrededor del cuello del conejo, dejando le asomara la cabeza. Luego le entregó la mochila a Lucía -. Será mejor que la lleves tú. Nos vamos ya, así que echa un último vistazo, ¿vale?

Lucía se colocó la mochila al hombro y recorrió las habitaciones una a una, desde la entrada hasta el final del pasillo. Lo primero fue la cocina a su izquierda, que era lo que menos había cambiado en toda la casa. La nevera, el microondas y el resto de electrodomésticos seguían en su sitio, e incluso la mesa donde siempre comían también se había quedado allí. Lo único que no veía eran las cortinas blancas, de forma que la luz pasaba directamente por las ventanas y hacían que la habitación fuera demasiado luminosa. Lucía entrecerró los ojos y revisó uno a uno los cajones que podía alcanzar. También estaban vacíos, a excepción de una goma elástica que alguien olvidó en el cajón inferior. La tomó y se la puso en la muñeca izquierda.

Pasó al salón que estaba justo enfrente de la cocina, la habitación más grande de toda la casa. Allí no quedaba ningún mueble, así que no tuvo mucho que revisar. Se asomó a la terraza y comprobó, con tristeza, que sus padres habían dejado ahí las jardineras llenas de flores. Les susurró una pequeña despedida y les aseguró que pronto vendría alguien a cuidarlas. No estaba segura de ello, pero quería consolarlas de alguna manera. Además, pensaba, las plantas no saben reconocer las mentiras.

Lo siguiente fue la sala de estar, que siempre recordaría a rebosar de juguetes y peluches. El sofá de tela roja, el escritorio y la alfombra que antes ocupaban la totalidad de la estancia también se habían desvanecido. Le resultó divertido ver que aún quedaban pequeños rectángulos de cinta adhesiva en la pared, como pequeños chivatos de que ahí antes hubo un póster colgado. Igual que los agujeros de los clavos que habían dejado los cuadros. Era como si esas paredes estuvieran especialmente vacías.

Ya solo quedaban dos habitaciones y el baño. Lucía solo se asomó al cuarto de sus padres, que olía a polvo y oscuridad. Alguien había cerrado las persianas y le daba la impresión de que, de esa forma, la habitación había quedado cerrada para siempre. Se quedó unos segundos bajo el marco de la puerta mientras pensaba, hasta que por fin decidió dirigirse al baño.

Por supuesto, la ducha y el lavabo seguían en su sitio. Por curiosidad abrió el grifo y se sorprendió al ver que el agua seguía corriendo. No estaba segura de por qué, pero había asumido que también se habrían llevado el agua. El único mueble que faltaba era la pequeña estantería de madera que antes sujetaba las toallas, pero todo lo demás seguía igual. Mientras cerraba la puerta se preguntó si en la nueva casa tendrían bañera.

Por último se fue a su habitación. Las cortinas de flores ya no estaban (y menos mal, porque no le gustaban nada) y de la cama solo quedaban los arañazos que dejaban las patas en el suelo. Bajó la persiana con cuidado de que quedara una pequeña rendija de luz y se dirigió al único sitio de interés que quedaba en la habitación, el armario empotrado.

Lo abrió y revisó la cajonera por última vez, pero estaba completamente vacía. Alzó la cabeza y se fijó en las perchas que también habían dejado atrás. Frunció el ceño. Su madre siempre se quejaba de que no había suficientes perchas, ¿por qué no las había cogido? De todas formas no las alcanzaba, así que tuvo que dejarlas ahí. Por último miró la esquina inferior derecha del armario, donde había un pequeño espacio entre la cajonera y la pared.

Mimi estaba allí, esperando. Era una pequeña criatura peluda, alargada y de color verdoso, que se enroscaba suavemente sobre sí misma. Mimi no tenía brazos ni piernas y Lucía ni siquiera sabía si tenía boca, pero sí se le veían los ojos negros y grandes por debajo del pelaje. Parecían brillar de tristeza.

- Hola, Mimi - susurró Lucía, alargando la mano. La criatura se deslizó entre sus dedos, completamente ingrávida pero aún así causando un leve cosquilleo -. Es hora de despedirse.

Lucía la depositó en el suelo y contuvo las lágrimas. La iba a echar tanto de menos. Y le preocupaba que nadie más cuidara de ella. Mamá le había dicho que no se la podían llevar, ¿pero qué iba a saber ella? Ni siquiera había visto nunca a Mimi. Lucía intentó muchas veces demostrarle que vivía allí, enseñándole las pequeñas rocas y chuches que Mimi acumulaba en la esquina del armario, pero su madre sacudía la cabeza y se marchaba sin más. Mimi se escondía ante los extraños y tampoco le gustaba salir del armario, así que ambas pensaron que lo mejor era separarse. Pero le daba tanta pena.

- Mira, te he traído esto - Lucía se quitó la goma elástica y la dejó caer en el hueco -. Para que no te olvides de mí, ¿vale?

Mimi se enroscó dentro del perímetro de la goma y se sacudió, satisfecha. Después se arrastró hacia su rincón de tesoros y sacó una pequeña moneda que empujó con el morro hasta la mano de la niña. Era una moneda que Lucía no había visto jamás, pentagonal y de un intenso color dorado, con un agujero redondo en el centro. La tomó para admirarla y se fijó en el extraño relieve que tenía dibujado, como pequeños símbolos que se ordenaban como si fueran palabras.

- ¿Es para mí? - Lucía miró primero a Mimi y luego a la moneda, que guardó en el bolsillo -. Es preciosa. Gracias.

- ¡Lucía, por favor! - escuchó a su madre gritar desde el rellano - ¡Que nos vamos ya!

- Lo siento, Mimi. Me tengo que ir. - Inspiró hondo y habló, con voz temblorosa -. Te quiero.

La criatura giró sobre sí misma y desapareció en el rincón. Lucía se secó bruscamente las lágrimas y salió a correr hacia la puerta, con cuidado de que su conejo de peluche no se mareara, y alcanzó a su madre que esperaba con las llaves en la mano. Ya habían llamado al ascensor y todo. Lucía cerró la puerta y se marchó para siempre de aquel lugar, sabiendo que no volvería jamás. Se fue con el corazón encogido, sintiendo el relieve de la moneda entre la yema de sus dedos.




9- Escribe un relato que ocurra en la casa de tu infancia.

El relato de esta semana es sencillito, lo sé, ¡pero es que estoy agobiada con la universidad! Y me apetecía escribir algo ameno y cuqui para este tema, para endulzar un poquito el paladar después de la crudeza de El Rey de Amarillo.

La verdad, este tema me resultaba extraño porque yo como tal no tengo casa de la infancia. He vivido en muchas casas distintas, y que se puedan considerar "de infancia" son al menos 3 de ellas. He decidido escoger la última (porque no recordaba tan bien las otras), y además representar un poco la experiencia de tener que marcharte de tu hogar. Por desgracia yo no tenía un pequeño amigo peludo, pero sí había un hueco en ese armario que siempre me resultó extraño.

En fin, ¡espero que os haya gustado! ¿Qué os ha parecido esta vez? Podéis dejármelo en un comentario, además de darme vuestro feedback o hablarme un poco de vuestra casa de la infancia. Soy todo oídos. O todo ojos, más bien.

¡Hasta la próxima!

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2/20/2020

El Rey de Amarillo

(Content warning: Body horror, un poco de gore)

Yo antes era un rey, ¿lo sabías? Prácticamente un dios. No había ser vivo que no se arrodillara ante mí, ni súbdito que se atreviera a mirarme a los ojos. Hasta la misma tierra clamaba mi nombre, Hastur, como el viento silbando entre zarzas secas y el grave retumbar de las cavernas. Yo fui aquel que posó el destino en la palma de su mano, aquel que esculpió en oro su existencia.

Nací bajo una estrella noble y con la promesa de una profecía atada al cuello. «El Hijo de Reyes, El Perpetuo», clamó el oráculo con tan solo escuchar mi nombre. El día que yo nací el mundo se curvó a mi alrededor, o más bien fue entonces cuando el tiempo empezó a ser tiempo. Todo lo que yo tomaba no me podía ser arrebatado y todo lo que yo vencía jamás volvía a latir de nuevo; pues aquello que llegué a poseer nunca me fue regalado sino ganado con el más puro derecho.

Y el poder es capaz de conseguir todo aquello que deseas, pero atrae a los enemigos como la carroña atrae a las moscas. Y no hay mayor satisfacción que la de humillar a aquel que alguna vez puso en duda tu valía, imbuirse en el temor a la muerte que brota de sus ojos. Les derroté, sin más. Fueron incapaces de seguirme el ritmo, de trazar el intrincado patrón de sombras que se cernía sobre ellos. Pronto el mundo entero estaba subyugado por mi mano. Me temían, me respetaban, como insectos lamiendo la suela de mis sandalias.

Pero he aprendido una cosa. No debes matar si no estás dispuesto a morir, pues la Parca es paciente y sus designios son justos. Y la maldición de ser mortal, de llevar una vida de pecado y poder es que, a veces, se crean rencores tan antiguos que desafían toda lógica y todo plan.

Lo que quiero decir es que si matas, si destruyes y conquistas, la muerte acabará tocando a tu puerta. Y debes contestar, sumirte en su abrazo, recibir el puñal en la espalda y la humillación de ser abatido. Debes mirar a los ojos a tu asesino y comprender su dolor, la fiera determinación en su mirada. Sentir el mundo pesado en tus hombros, tanto oro y opulencia para acabar ahogándote en tu propia sangre... Tuve que ver, en un instante, cómo se me arrebataba mi legítimo reinado, mi derecho a la divinidad, el efímero placer de la vida.

Aquel día morí sonriendo, pues yo maté y la muerte se posó en mí. Pero yo no estaba dispuesto a marchar. Yo soy El Perpetuo y ni la muerte puede vencerme.

Me he arrastrado desde el infierno hasta la tumba y rasgado la tierra con las manos desnudas, dejando jirones de piel entre raíces y ramas secas para inhalar el aire frío de la madrugada. Imbéciles. Creyeron que un cajón de madera podría apresarme por siempre, que arrancarme el corazón dejaría inerte mi cuerpo. Me gané tanto odio que arrojaron mi cadáver a un pozo cualquiera en vez de encerrarme en la cripta de mis padres. Ese fue vuestro primer error. 

Hay sangre corriendo por mis venas, densa y oscura, que gotea despacio a través de las grietas de mi cuerpo. Algo perverso tensa mis músculos y arrastra mis huesos, absorbe la luz que proyectan mis ojos. Un pacto maldito y horrores que no deben ser nombrados conforman mi imagen, me arrastran a través del tiempo.

Salí a reclamar mi reinado, pero este cuerpo... este cuerpo enloquece a todo aquel que lo mira. Y no es el terror que despertaba antaño, los cuerpos encogidos y cabezas gachas: es sangre helada y gritos ahogados, la locura que despliego a cada paso. Incluso aquello que llegué a amar terminó profanado. Jamás podré olvidar sus llantos. 

Y el dolor es inmenso. Cada corte y cada miembro cercenado duele sin entumecerse jamás, y las heridas nunca llegan a sanar del todo. Terminé por huir, horrorizado de mi destino, con la vaga esperanza de evitar los espejos y vivir inmortal, de conservar a duras penas la humanidad que aún creía poseer. Pensé que podría salvarme.

Pero se corrió la voz del monstruo que vagaba por las tierras del Rey, de la bestia que dejaba a su paso un velo de enfermedad y muerte; pues todo lo que yo tocaba se resquebrajaba como hojas secas. Ahí llegaste tú, el Héroe, el Misericordioso, el que tuvo la bondad de abatir al engendro y de entregarle paz a su alma. Tomaste mi cráneo para engarzarlo en oro y mandaste quemar el resto, rezando a la luz de una hoguera negra, pensando que el fuego me desvanecería del universo. Que así el mundo dejaría de estar maldito. Yo también lo pensé, y en la lucidez de la agonía no tuve más que esperar a la Parca. 

Pero sabes, incluso aunque me mates yo jamás podré morir. Aunque me cortes el cuello y desmontes mi cuerpo, aunque pierdas cada harapo y cada vena, aunque mis huesos triturados se los lleve el viento... yo no puedo morir. Siento cada célula de mi cuerpo, dispersa y herida, llamándose unas a otras y pidiendo clemencia. Tu dulce misericordia me ha traído el más infiel de los infiernos, el terror de lo incontable. El universo me ahoga y me somete, me humilla a cada instante, el tiempo se clava en mis entrañas y ni siquiera puedo gritar. ¿Cómo puede vivir un ser con tantas partes, cómo puedo existir siendo cenizas? Cada instante que añoro la muerte es una certeza más de que esta nunca llegará, una condena a la demencia si tan solo un monstruo como yo pudiera estar loco. Al menos me queda el consuelo de ser eterno.

Yo soy El Perpetuo y mi alma se filtra como veneno entre la arena, así que recuerda mi nombre. Cierra los ojos, ¿puedes oírlo? Hastur. Como el susurro del viento que mece los bosques, como el profundo retumbar que canta la tierra...




8- Haz una historia en la que tu protagonista siga el arco emocional de Edipo.

Bueno, lo admito: me he divertido demasiado con este relato. Después de los cuentos de fantasía de las últimas semanas necesitaba algo más indulgente y drámatico, como una válvula de escape. Y es que a veces una necesita escribir lo que le sale del alma, sin más.

El tema era el arco emocional de Edipo, que se describe como una caída, un ligero ascenso y una caída de nuevo. Es un arco que hace mucho hincapié en el destino y en la mala suerte, y sobre todo en las consecuencias negativas que tienen nuestros actos. No sabía si iba a ser capaz de reproducir este esquema, pero creo que más o menos lo he conseguido. ¡Al principio de esta semana ni sabía lo que era un arco emocional!

Además este relato tiene muchas, muchísimas referencias a obras que admiro o que he disfrutado esta misma semana. Además de Hastur, que es un dios Primigenio del universo de Lovecraft, ¿Eres capaz de pillar más referencias?

En fin, hasta aquí el reto de esta semana. ¿Te ha gustado este tipo de relato o es demasiado melodramático? Puedes dejarme un comentario con tu opinión, reviews...

¡Nos vemos en el próximo relato!

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2/16/2020

El rey de las bestias

El mundo de Janka se definía alrededor del color. El marrón oscuro de la madera de la barca, el azul marino del cielo nocturno, el rojo escarlata de la manta que la arropaba por las noches. Había colores tranquilos y reconfortantes, colores en los que se hundía sin oponer resistencia; y colores peligrosos que ni siquiera se atrevía a tocar. Las voces, los rostros, cada sonido tenía su tonalidad única.

Una vez le habían dicho que ella veía colores que no podían existir. Extraños reflejos en las manchas de aceite, el cambiante patrón de las alas de mariposa o los suaves matices violeta que teñían las llamas. Nadie más los veía salvo ella, pero como eran colores sin nombre a nadie parecían importarles. Janka se marchó de su hogar en cuanto comprendió que allá donde ella veía belleza los demás solo veían gris.

Aquel día el mundo era de tonos tranquilos y familiares. Azul, blanco y beige, los colores del mar y de la arena. Había montado un pequeño puesto en la orilla con los trozos de madera que pudo salvar de su barca encallada, y con palos y mantas consiguió construir un pequeño tenderete. Siempre pensó que esa isla estaba desierta, pero aquel día vio que en realidad había un pequeño poblado en la bahía. Y ya que las olas le habían obligado a naufragar justo al lado, no le quedaba otra que hacer negocio.

Dejó pasar las horas, aburrida, viendo a la gente de la aldea ir y venir con ajetreo. Algunos la miraban a lo lejos con curiosidad, murmurando y lanzando miradas furtivas, mientras que otros hacían como si no estuviera allí. Eventualmente alguien decidió acercarse.

Era un hombre extraño. En realidad, era el hombre más extraño que Janka había visto jamás. No por su aspecto, ya que tenía la piel oscura y el pelo castaño y ondulado, como la mayoría de gente de las islas. Llevaba ropas curiosas, como si pertenecieran a culturas completamente distintas y él las hubiera conjuntado a placer. Reconoció algunos retazos de telas caras y bordados de oro escondidos bajo correas de cuero, en las que llevaba engarzados artefactos y joyas que no había visto nunca. También lucía varios anillos en cada dedo, y aquellos que parecían demasiado pequeños o demasiado grandes estaban enganchados con una pequeña cinta al cuello. A pesar de las ropas chillonas y aparatosas, caminaba con la confianza de un rey y con el desgarbo de un rufián.

Pero lo que de verdad hacía que ese hombre fuera extraño era el color que le transmitía su rostro, como una especie de fulgor dorado que se transformaba a cada instante. Janka no sabía ponerle nombre.

- ¿Qué vendes, muchacha? - preguntó el hombre con gesto altanero.
- Caracolas - respondió, molesta. ¿Por qué siempre la confundían con una niña? Hizo un gesto vago sobre la mesa, en la que había recopilado distintas conchas y objetos marinos.
- Ah, entiendo -. El hombre se inclinó y tomó una pequeña concha blanca y rosada, que tenía una esquina partida -. ¿Y no son estas las conchas que hay tiradas normalmente por la playa?
- Lo son. Las acabo de recoger.
- ¿Y por qué iba alguien a comprartelas cuando pueden ir a buscarlas ellos mismos?
- ¿Crees que me importa? - Janka le arrebató la concha y la volvió a colocar en la mesa -. No es mi problema. Si quieren comprarme conchas, lo harán. Te sorprendería las tonterías por las que paga la gente.

El hombre soltó una profunda carcajada. Su mirada seguía siendo altiva, pero no guardaba ni una pizca de desprecio.

- Está bien, te las compro todas. ¿Qué quieres a cambio?

Janka frunció el ceño. No había pensado en ello. Podía pedirle oro, o uno de los anillos que llevaba, pero eso no le ayudaría a salir de esa isla casi desierta.

- ¿Qué tal algo de comer y un sitio donde pasar la noche?
- Perfecto. Acompáñame, entonces.

Recogió rápidamente sus cosas, envolviendo las conchas con cuidado en la tela turquesa, y le siguió a través de la playa. Ahora veía la espada que tenía a la espalda, ancha y decorada, con un lobo tallado en la empuñadura. Mágica, sin ninguna duda. Seguramente era carísima.

- Por cierto, ¿cómo te llamas? - preguntó Janka -. No me gusta meterme en casas de desconocidos.
- Mi nombre es Ruj'ku - respondió el hombre, sonriendo -. El conquistador, el rey de las bestias, el último gran héroe y el defensor de occidente.

Se giró para mirar a Janka, que permanecía indiferente. Tan solo alzó una ceja con desdén y Ruj'ku se rió, azorado.

- Mis amigos me llaman Ru.
- Mejor. Yo soy Janka, comerciante. No tengo más títulos. 
- ¿Y cómo has acabado aquí? Es la primera vez que nos visita un mercader.
- He... naufragado, más o menos. - Janka miró hacia atrás, hacia los escollos entre los que había varado la barca -. Pero he tenido suerte de que estuviérais por aquí. Siempre creí que esta isla estaba llena de monstruos.
- Ah, todavía lo está. Mira ahí.

Janka vio entonces la bestia a la que estaba señalando Ruj'ku, que custodiaba la entrada al poblado. Parecía una especie de bisonte, grande y con el cuerpo robusto, pero sus cuernos eran mucho más gruesos y toscos de lo habitual. El animal bufó en su dirección y arrugó el morro, dejando al descubierto una mandíbula monstruosa con grandes colmillos. Gruñó suavemente y Janka se detuvo en seco.

- ¡Tranquila, no es peligroso! - Ruj'ku rió y se acercó al animal, que bajó la cabeza sin dejar de enseñar los dientes.
- ¿Estás seguro? - Janka lo miró desconfiada - Parece que come carne.
- Bueno, inofensivo del todo no es - levantó el antebrazo y lo colocó frente a la bestia, que empezó a mordisquear el cuero de la armadura con recelo -. Me costó lo suyo amansarlo, pero ya casi no muerde.

Casi. Janka pasó a su lado bordeándolo con cautela y siguió a Ruj'ku por el pequeño poblado. La gente iba de un lado a otro atareada, pero todos se giraban a su paso. Algunos saludaban a Ruj'ku con una profunda reverencia mientras que otros solo gesticulaban sin levantar la cabeza de su trabajo. Parecía que ese asentamiento llevaba poco tiempo allí, a juzgar por las casetas endebles y las tiendas de tela que componían la totalidad de la aldea. La de Ruj'ku era la más grande.

El interior era amplio y austero, pues además de un par de pesados baúles solo veía un rincón de mantas y una pequeña mesa de madera improvisada, con cojines a su alrededor. Ruj'ku le indicó su asiento mientras él se deshacía de sus joyas y armas y las colocaba contra los baúles. Tomó un pequeño cuenco metálico que posó en la mesa, y con un pequeño toque el agua en su interior empezó a borbotear. Usa magia roja, entonces. Janka le habría juzgado mal. No siempre adivinaba el color de la magia que podía usar cada persona, y este no siempre se correspondía con el color que ella sentía.

Ruj'ku sirvió el agua hirviendo sobre unas pequeñas tacitas que contenían especias. Janka lo tomó y lo mantuvo entre sus manos, inspirando hondo. Era un olor reconfortante y familiar, de un tenue azul cielo, aunque la propia infusión era oscura y marrón.

- Entonces, señorita mercader - Ruj'ku se dejó caer en el cojín -. Podemos reconstruirte la barca en unos días, y podrías marcharte en cuanto esté lista.
- Perfecto - susurró, dándole un sorbo a la infusión -. ¿Y el precio?

Ruj'ku alzó una ceja, divertido, pero ella simplemente se encogió de hombros.

- Las cosas tienen precio. No soy estúpida.
- La verdad es que estaba pensando en pedirte que fueras nuestra comerciante real.
- ¿Comerciante real? - Janka bufó con desdén -. No digas tonterías. No voy a dedicarme a comerciar con una isla de mala muerte.
- Esta isla será pronto un imperio - dijo, con tono severo. Janka se quedó helada. Sonaba demasiado serio para estar bromeando -. Esta isla, y las que la rodean, y todo el continente. Esto es solo el principio de mi reinado.
- De todas formas - intentó reir, incómoda, pero la profunda mirada de Ruj'ku se lo impedía, así que optó por dar excusas -. Yo ya tengo un trato comercial con la Costa de la Luna, y si estaba por la zona es porque necesitaba especias. Ni siquiera sabía que esta isla...

Janka se detuvo de pronto al darse cuenta de que Ruj'ku le estaba mirando fijamente el pecho. Se llevó la mano al cuello, ofendida.

- Perdona, es la brújula - susurró Ruj'ku suavemente, sin apartar la mirada -. Te la compro.
- ¿Esto? - Janka tomó el artefacto y lo giró entre sus dedos -. Ni recordaba que estaba aquí.
- Es mágica, ¿verdad? Veo que no señala al norte. La quiero.

Janka desabrochó la cadena y la puso en la mesa, pensativa.

- No sería justo. La aguja apunta a mi hogar.
- Oh, si es importante no quiero quitártela - Ruj'ku se había inclinado para cogerla, pero en ese momento se echó para atrás -. Parece un objeto muy sentimental.
- Tranquilo, no es eso. Ojalá apuntara a cualquier otro lugar - Janka se mordió el labio, dejando ver un atisbo de dolor en su mirada -. Solo la conservo porque no sé qué más hacer con ella. Necesita un color muy particular para cambiarle el rumbo y no sería justo darte un objeto que no puedes usar.
- Eso no importa - Ruj'ku sonrió y tiró de la cadena -. ¿Me la prestas? Te la devuelvo ahora.
- Claro, pero no la vas a poder activar. Tu magia...

La brújula brilló con un intenso fulgor ámbar que inundó toda la estancia, y una pequeña explosión envolvió al objeto en chispas naranjas. Cuando la luz se calmó la aguja empezó a girar de forma descontrolada.

- ¿Lo ves? - Ruj'ku deslizó la brújula sobre la mesa -. Ahora señala esta isla. Así podrás volver siempre que quieras. ¿Aceptas el trato, mercader?

Janka tomó la brújula con manos temblorosas y miró a Ruj'ku. Este sonreía, complacido e inocente, como ajeno a la grandioso despliegue de poder que acababa de mostrar. ¿El conquistador, el rey de las bestias, el último gran héroe y el defensor de occidente? De repente los títulos cobraron sentido.

Janka se colgó la brújula al cuello y sonrió por primera vez en mucho tiempo. Era una sonrisa feroz y enérgica, de esas que te llenaban los ojos de lágrimas. La sonrisa de alguien que acababa de encontrar su sitio.

- Cuenta conmigo, Ru.



7-¡La fantasía es la protagonista! Esta semana escribe un relato de este género.

Madre mía, no sabéis lo que me ha costado sacar este relato, pero afortunadamente lo he terminado a tiempo. Es curioso, este es el primer reto en el que no me dan una pauta a seguir sino un género entero, y me ha costado más decidir sobre qué iba a escribir que escribirlo en sí mismo.

Este relato está ambientado en el mismo universo que Alas blancas, y todos estos personajes probablemente aparezcan en la nueva novela que estoy planeando. Probablemente vaya subiendo pequeños textos o fichas de personajes, pero de aquí a que la termine...

En fin, poco más que decir. ¡Nos vemos en el próximo relato!

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2/09/2020

Ejecución

¡Buenas! Voy a colar esto entre los retos porque sinceramente, me apetece. Es tan solo una de las escenas que se desarrolló durante la partida de Dungeons and Dragons de otro día, y tenía ganas de escribir el discursito dramático de Kelek. Ahora me río, pero entonces estaba temblando. Disculpad este texto extraño y sin pulir, pronto volveremos a la programación habitual (?)

(Por cierto, si eres uno de los jugadores y quieres evitar todos los spoilers no leas este relato, aunque si tienes curiosidad por saber qué dijo Kelek antes de bajar la espada... aquí lo tienes)



El orco se removió en el suelo, gruñendo, sintiendo dolor en todos y cada uno de los músculos de su cuerpo. Ese miserable medio humano le había roto un par de costillas de un empujón, y luego le había clavado una espada en... joder, en la puta mano. Levantó despacio el brazo izquierdo para asegurarse y vio que tenía un agujero irregular y alargado en la palma, de forma que los jirones de piel eran lo único que evitaban que la mano se le abriera de par en par. Además de quebrarle los huesos le había cortado los tendones, así que esa mano estaba completamente inutilizada. ¿Cómo iba a combatir ahora? Condenado medio humano.

Lo vio acercarse junto con los otros. Eran un grupo variopinto a los que no había prestado atención durante el combate, pero ahora veía que dos ellos eran de ascendencia élfica. No se esforzó en reprimir una mueca de asco. Los otros eran una especie de demonio rojizo, un humano de ropas anchas y pesadas, y por supuesto el medio orco-medio humano que le había dejado fuera de combate. Le superaban en número y no veía opción de escapar. Intentó mirar a su alrededor, pero no veía los cadáveres de sus compañeros. Lo más sabio era darlos por muertos.

- Uhm, buenos días.

El medio orco habló con un marcado acento del sur. Se le veía en la piel, que a pesar de ser más clara y pálida que la suya era de un pronunciado color verdoso. Tenía el pelo largo y negro que le caía por los hombros, y hachas pequeñas a ambos lados de las caderas. Llevaba la dichosa espada colgando del cinturón.

- Hemos venido aquí porque nos han dicho que estábais causando problemas.
- ¿Problemas, dices? - se rió, a pesar del dolor que le provocaba -. Solo hacíamos lo nuestro. Conquistar y saquear estas tierras, ganarnos la vida. Un media raza como tú nunca lo entendería.
- Soy igual o más orco que tú - replicó, enseñando los pequeños colmillos.
- Vienes a este lugar rodeado de elfos, asesinas a los tuyos... ¿Y te haces llamar orco? Tú lo que eres es un traidor.

Le escupió en la cara con toda la fuerza que pudo reunir, lo que le provocó una tos profunda y violenta. El medio orco no pareció inmutarse, pues tan solo se retiró los restos de sangre y saliva de un manotazo.

- Yo solo imparto justicia. Si os dedicáis exclusivamente al pillaje tarde o temprano teníais que pagar las consecuencias.
- ¿Y qué querías que hicieramos? ¿Morirnos de hambre?
- Otra cosa. Asentarse, cazar, mantener a tu gente... no causarle problemas a los de tu propia especie.
- Imbécil, somos orcos - gruñó, con una sonrisa prepotente -. Estamos aquí para conquistar y saquear, para que los débiles se arrodillen y mueran avergonzados. Son las órdenes sagradas de Gruumsh.
- Te entiendo. Pero yo también sigo los designios de los dioses, así que comprende que esto es inevitable.

El joven se incorporó. Parecía agotado y le temblaban ligeramente las manos.

- Si quieres te permito morir con honor. Te daré un arma.

El orco volvió a mirarse la mano, completamente destrozada. La alzó como pudo y la deslizó por el rostro, dejando en la cara un rastro de sangre y tierra.

- No te preocupes - rió suavemente -. Tengo la conciencia tranquila. Él ya ha visto todo lo que tenía que ver.
- Tú mismo - el medio orco comenzó a desenvainar la espada -. Entonces nos veremos en el campo de batalla.
- ¿Tú? - respondió, con una sonrisa burlona - Como si fueras a ir allí.

Cerró los ojos, pero la muerte no llegó de inmediato. En vez de eso el medio orco tomó la espada y la posó suavemente en su cuello.

- Rezo por tu alma, hermano, pues tú has seguido tu camino y yo he seguido el mío.

Qué extraño. Aquel media raza estaba recitando uno de los ritos de la muerte. ¿De dónde lo habría aprendido?

- Que la mano blanca te lleve pronto, pues tu alma merece ser juzgada por El Que Observa. Doy fe de que este hombre ha muerto con honor, pues yo soy quien le arrebata la vida.

El orco abrió los ojos, desconcertado, con la sonrisa completamente borrada del rostro. Vio que estaba blandiendo la espada con la mano izquierda, aunque en combate hubiera jurado que era diestro... ¿Qué estaba haciendo? ¿Quién se cree que es?

- Lo hago con la autoridad que me otorgan los dioses, con el perdón de matar a un hombre desarmado.

El medio orco alzó la espada y le miró a los ojos, con una determinación casi divina en la mirada. ¿Por qué...?

- Pues mi Dios es Ilneval...

No. No era posible. Un medio orco, no tenía sentido.

... y yo soy su espada.

2/06/2020

Alas blancas

Cinza llamaba la atención allá donde fuera y siempre aprovechaba al máximo esta circunstancia. El vestido blanco y vaporoso con detalles en color crema, el pelo rubio y encrespado, la forma felina de caminar. Veía cómo la gente se giraba al pasar a su lado: los niños pequeños la señalaban y las madres, avergonzadas, acallaban como podían a sus hijos. Aquel día llevaba unas gafas doradas y redondas, enormes, que junto con el sombrero de copa puntiaguda y ala ancha hacían que sus rasgos faciales se perdieran entre tanto decorado. Así, pensaba Cinza, la gente recordaría su extravagancia y no su rostro.

Porque su rostro cambiaba constantemente. Era sutil, un movimiento lento que poco a poco agrandaba sus ojos, achataba su nariz o desplazaba la comisura de sus labios. De un día para otro Cinza parecía la misma de siempre, pero con el paso de los meses sus facciones ya se habían transformado por completo. Antes le gustaba observarse en el espejo, fascinada, mientras buscaba qué nuevo rasgo había adquirido, pero con los años terminó por acostumbrarse. Ahora aborrecía su reflejo.

Aún así le gustaba el rostro que llevaba aquel día. Las arrugas alrededor de los ojos y las que le rodeaban las mejillas le daban un aire sabio y elegante, y su sonrisa era dulce y delicada con esos labios tan finos. Cinza pensó que su cara parecía la de una mujer distinguida y misteriosa, pero a la vez amable y en la que resultaba fácil confiar. Así que se enfundó en ese papel, que era cómodo y fácil de interpretar, y caminó con un porte regio y una sonrisa cordial en el rostro. Además, le venía bien para el negocio.

Caminaba distraída por las afueras del poblado cuando un hombre salió de pronto de la linde del camino y le cortó el paso. Cinza lo observó con cautela. Parecía joven y cohibido, a juzgar por cómo arrugaba el sombrero entre sus manos, y la miraba de arriba a abajo, tembloroso, como si no supiera dónde centrar su atención. En el momento en que consiguió encontrar sus ojos el chico se enderezó e inspiró hondo.

- Señorita - dijo, con una débil determinación -. Me preguntaba si podría ayudarme.

«¿Señorita?», pensó Cinza. Se llevó la mano a la mejilla y la acarició suavemente para sentir el relieve de la piel. ¿Se habrían atenuado sus arrugas o es que el chico solo pretendía ser amable?

- Es probable - sonrió dulcemente y vio que el joven dejaba caer los hombros de alivio -. Mi casa está arriba, en la colina. Puedes seguirme.

El hombre asintió agradecido y se apartó del sendero para dejarle pasar. Cinza continuó su camino como si siguiera sola, a grandes zancadas y sin dejar de admirar el paisaje. Aquel era un día claro y brillante, como solían ser las primaveras en aquella parte del continente, y las pocas nubes que manchaban el cielo parecían retirarse lentamente hacia el norte. Las praderas estaban cubiertas de trigo joven, tallos altos que se mecían con el viento pero que aún no tenían espigas. Las flores, en cambio, crecían salvajes en la linde del camino y en los pequeños montículos de tierra que separaban los huertos. Cinza aprovechó para recoger algunas. Las ataba con una cuerda fina en manojos pequeños que luego guardaba con cuidado en su zurrón.

El hombre, observó Cinza, no la hostigó para que caminara más rápido. Al contrario, se colocaba de pie junto a ella y permanecía calmado hasta que volvían a retomar el camino. ¿Lo hacía por respeto o por temor? Ella aparentaba estar distraída, pero en realidad examinaba con cuidado cada movimiento que hacía su acompañante. Notaba su ansiedad y el suave hedor del miedo a la muerte, pero nada más. El hombre esperaba paciente y en silencio, como si ya supiera que unos minutos de espera no iban a cambiar su destino. Curioso, muy curioso.

Pronto llegaron a la casa, que no era más que una vieja cabaña de madera a la que Cinza le había abierto ventanas y rodeado de una pequeña valla. Parte de la tierra estaba arada y de ella asomaban pequeños brotes dispersos, tan jóvenes que era imposible saber qué se había plantado exactamente. El resto del jardín estaba vacío y el exterior de la cabaña era igual de austero.

Era en el interior donde la bruja escondía todos sus artefactos. Cinza abrió la puerta para dejarle pasar y él ahogó una exclamación de asombro en cuanto cruzó el umbral. Del techo colgaban ramilletes de hierbas y plantas secas, y las paredes habían sido cubiertas de estanterías de aspecto endeble, como si todos los libros y cachivaches estuvieran a punto de caer. En la mesa había papeles y libros abiertos junto con un pequeño cuenco de madera que parecía contener restos de comida.

Pero lo que más le sorprendió fue el enorme insecto que estaba posado en la pared, camuflado sobre los tablones de madera clara. Cinza alzó la mano y la criatura se posó en sus dedos, ingrávida, y entonces pudo observarla mejor. Al vuelo le hubiera parecido un ave blanca y veloz, pero de cerca veía que era una especie de mariposa. Tenía las alas anchas y alargadas, de palmo y medio de envergadura, el cuerpo pequeño y triangular. Inspeccionaba el aire con las antenas, curiosa.

- Es una polilla - susurró, mientras posaba el insecto en su sombrero -. Es inofensiva, tranquilo. Como una mascota.

La polilla se colocó en el ala del sombrero y quedó camuflada como si fuera un accesorio más, de forma que tan solo su suave aleteo la delataba. Cinza abrió las ventanas y dejó pasar la luz para luego colocar la única silla de madera en mitad de la estancia. El hombre tomó asiento y colocó las manos sobre el regazo mientras Cinza se apoyaba en la ventana, a contraluz.

- Por cierto, no te he preguntado por tu nombre.
- Tullian - respondió el joven -, aunque por aquí me llaman El Porras.
- Tullian está bien - rió Cinza -. Dime, ¿con qué puedo ayudarte?

El hombre se retiró la camisa sin vacilación y dejó al descubierto unos vendajes que le cubrían el hombro izquierdo. Cinza se inclinó para examinarlos. Tenían un color negruzco y de ellos emanaba un olor repulsivo, similar al de la carne podrida. Chasqueó la lengua con disgusto y los retiró con cuidado para no dañar la piel. Tullian cerró con fuerza los ojos.

Tenía una herida en el hombro, inflamada y purulenta, que se extendía desde el cuello hasta la parte superior del brazo. Parecía corrupta y antinatural, algo que no provenía del ataque de un animal o de un accidente de campo. Cinza contuvo la respiración. Aquella herida gritaba peligro.

- Parece infectado. Espera, te prepararé algo.

Tullian suspiró aliviado, pues con los ojos cerrados no podía ver el gesto desconcertado de Cinza. Ella se desplazó hacia la mesa y rebuscó entre sus papeles.

- Por cierto - preguntó, con cuidado de que no le temblara la voz -, ¿cómo te has hecho algo así?
- No lo sé. Esperaba que tú pudieras decírmelo.

Mal, mal, esto pinta muy mal. Los papeles se mezclaban y Cinza se sintió mareada, como si las letras vibraran y bailaran a su alrededor. La polilla bajó del sombrero y se posó suavemente entre las hojas para señalar con la punta del ala unos garabatos. Los cogió y vio que eran bocetos de hierbaclara. Inspiró hondo para recuperar la compostura y fue a buscar el manojo de hierbas.

- La verdad es que necesito más detalles. - Cinza cogió unas hebras de hierbaclara y empezó a machacarlas en el mortero, de espaldas a Tullian - ¿Por qué crees que tiene origen mágico?
- Estaba de caza en el bosque que hay al sur cuando escuché un alarido infernal entre los árboles. Después de eso un rayo me alcanzó en el hombro, y el dolor me recorrió todo el cuerpo - Tullian contuvo un escalofrío -. Jamás había sentido algo así. Es sin duda obra de demonios
- Los demonios no existen - respondió sin levantar la cabeza y añadió aceite al mortero -. Es más probable que sea alguien que juega con magia que no controla.
- Pues no sé qué es peor.

Cinza tamborileó las uñas contra la madera, con sus pensamientos al borde del colapso. ¿Qué clase de magia podría haber provocado tal herida? En todos sus años de estudio jamás había visto nada igual. Mientras pensaba notó cómo la polilla se posaba en su hombro y una de sus alas le rozó la mejilla; era suave y ligera. La volvió a colocar suavemente en el sombrero antes de verter el contenido del mortero en un tarro de cristal.

- Aquí tienes - se inclinó sobre el hombre de forma que el ala del sombrero le cubriera el rostro -. Tienes que aplicarte esto sobre el foco de la herida al menos tres veces al día. Y mantenla limpia.

Cogió un poco de ungüento entre los dedos y lo depositó sobre lo que parecía el origen de la infección, a modo de demostración. Tullian aspiró el aire entre los dientes.

- Toma esto también - dijo mientras le entregaba los bocetos de hierbaclara -. Últimamente la veo mucho en el claro que hay antes del bosque, detrás de la casa del señor Nymp. Coge un poco cada vez y déjala secar al sol antes de triturarla.
- ¿Cómo? - Tullian tomó los papeles, desconcertado -. Creía que tú...
- Yo me marcho.

Cinza entonces dejó que la miraran a la cara. Levantó el sombrero y se retiró las gafas. Bajo ellas había unos ojos compasivos y una sonrisa dolida.

- Lo siento. Es todo lo que puedo hacer.

Tullian contuvo el aliento durante unos instantes hasta que dejó caer la cabeza, con la mirada perdida. Acarició pensativo el tarro que tenía en las manos antes de responder.

- Ya veo - ¿era decepción o tristeza lo que delataba su voz? Tampoco importaba demasiado -. Gracias por todo.
- No hay de qué. - Cinza se incorporó y volvió a colocarse el sombrero con serenidad fingida -. Es mi trabajo.

El hombre se marchó tras una breve despedida y caminó lentamente colina abajo. Cinza vio que se aferraba al tarro con fuerza, como si fuera todo lo que quedaba en este mundo. Lo vio marchar convencida de que jamás volverían a verse.

En cuanto cerró la puerta la polilla echó a volar por la habitación hasta posarse finalmente en uno de los carteles que Cinza había colgado no mucho tiempo atrás. Era un pergamino viejo y dibujado a mano: había copiado ese mapa sin permiso de la biblioteca de la capital. Era antiguo y probablemente estaba desactualizado, pero daba una idea general del continente. Y cuando el enorme insecto se posó en él y cubrió con sus alas una región en particular, todos sus temores se confirmaron.

Alzó la mano y la mariposa respondió en el acto: levantó el vuelo y se posó en la punta sus dedos. Blanca, ligera, grácil. Sus patrones también cambiaban con el tiempo.

- Está bien, pequeña - susurró Cinza -. Ahora nos toca huir.



6-Haz una historia sin un solo gerundio.

¡Sexto relato! Por favor, qué bien me lo he pasado con este reto. Es el primero que no me da un tema en particular, así que he aprovechado para escribir una especie de prólogo de una novela en la que estoy trabajando.

Es, además, el reto en el que más he aprendido. Tener que evitar los gerundios, (ya sabéis, andando que es gerundio, son todas las formas verbales que acaban en -ando o -iendo) me ha hecho ver, para empezar, lo mucho que los uso. El texto cambia mucho sin gerundios, porque las acciones son mucho más directas y de "corta duración". No creo que evite usarlos por completo, ¡pero sí que estaré más pendiente!

Por cierto, la polilla es una Thysania agrippina, también conocida como mariposa emperador o white witch. Es uno de los insectos más grandes que existen y además uno de los más misteriosos, ya que se desconoce su etapa de larva y de pupa. ¿Toda esta información era relevante para el relato? En absoluto. Pero soy una mujer de ciencia y no iba a dejar pasar la oportunidad de investigar un poquito sobre este animal.

¿Se me ha colado algún gerundio en la historia? Los que estaban seguidos de otro sufijo (por ejemplo, rompiéndose) se me pasaban muy a menudo. ¡Si es así, déjame un comentario! También estoy encantada de leer feedback o críticas, cualquier cosa que me ayude a mejorar.

¡Un saludo y hasta el próximo relato!

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