3/23/2020

Semper fidelis

Emma se despertó aquella mañana porque no podía respirar. Últimamente algo que no podía ver la perseguía en sus pesadillas, y por mucho que intentara esconderse aquello siempre la encontraba. Y esa noche Emma huyó en sueños al mar pensando que así no podrían apresarla, pero justo cuando se sentía a salvo algo la atrapó desde el fondo del océano. Un pesado tentáculo se enroscó en su piernas y tiró, intentando sumergirla, mientras ella luchaba con todas sus fuerzas por mantenerse a flote. A duras penas conseguía permanecer en la superficie, alternando bocanadas de agua y aire, hasta que al final no tuvo fuerzas para seguir luchando. Emma se hundió y el mar se cerró sobre sí mismo, encerrándola entre paredes opacas de madera. Primero luchó contra la prisión, luego contuvo el aliento, después no tuvo más remedio que inhalar el agua.

Y finalmente, un dolor ardiente en la garganta. Ya no podía respirar.

Así que despertó de pronto tosiendo un agua que no existía, pero por algún motivo el dolor no llegaba a desvanecerse del todo. Se llevó la mano al cuello y notó que había algo ahí, algo que antes no estaba y que tiraba de su garganta cada vez que intentaba respirar. Corrió hacia el espejo del baño sin separar las yemas de los dedos de su piel.

- Joder - masculló, estirando el cuello frente al espejo. Tenía una imponente cicatriz que iba desde el mentón hasta la mitad de la garganta, en forma de estrella irregular y que dolía cada vez que intentaba tragar saliva. Era rugosa y abultada, como si el tejido a su alrededor hubiera crecido con dificultad, pero lo más extraño de todo es que parecía estar completamente curada.

Emma tenía algo muy claro, y es jamás había tenido una cicatriz en la garganta. Así que aquello había aparecido de la noche a la mañana.

De todas formas se preparó como todos los días para ir a trabajar. La ropa que ya tenía doblada sobre la mesa desde la noche anterior, los panecillos dulces con arándanos y mantequilla, el café negro con una cucharada colmada de azúcar. De camino al trabajo encendió la radio, pero no hubo noticias de interés, y también anunciaron el tiempo para aquel día. Nublado, con una leve posibilidad de llovizna. Emma miró al cielo y pensó en que no se necesitaba una carrera de cinco años para poder predecir aquello.

Llegó a la universidad a la hora de siempre. Aquel día era viernes, así que la cantidad de estudiantes que había correteando por los pasillos o cuchicheando por las esquinas era, afortunadamente, menor de lo habitual. Aún así se desvió de su camino para bajar a la cafetería y comprar dos chocolates calientes en la máquina expendedora. Empezó a beberse uno de ellos a pequeños sorbos mientras caminaba hacia el despacho.

Ambrose ya estaba ahí, por supuesto, ya que él jamás llegaba tarde. Estaba sentado en su escritorio y llevaba su característico traje marrón de tweed con coderas, la camisa blanca y los mocasines castaños. Era un hombre entrado en años y con la cara delgada, los ojos pequeños y la nariz alargada. A Emma siempre le parecía que a su rostro le faltaba algo. Unas gafas, quizá.

- Llegas tarde - replicó él sin levantar la mirada de sus papeles.
- Lo sé, es que he parado a por esto - Emma esbozó una sonrisa dulce y teatral mientras depositaba el vaso de chocolate sobre el escritorio -. Con este tiempo tan gris apetece un chocolate, ¿no crees?
- Pues tienes razón, me apetece mucho. Gracias por... - Ambrose tomó el vaso, pero al mirarlo arrugó la nariz con disgusto -. Es demasiado claro. ¿Tiene lactosa? Sabes que soy intolerante a la lactosa, Emma. Te estás bebiendo el mío otra vez.

Ella giró la cabeza como un perro confundido y miró a su propio chocolate, que en efecto era ligeramente más oscuro que el de Ambrose.

- Vaya, tienes razón. No me di cuenta. Una pena - cogió el chocolate de la mesa y comenzó a bebérselo también.
- ¿Cómo no te vas a dar cuenta? - gritó Ambrose, más irritado de lo habitual -. ¿Para qué llevas gafas entonces? Por dios, con lo que me apetecía un chocolate a estas horas...

Emma no contuvo la sonrisa maliciosa que se le escapaba de entre los labios. Ambrose masculló algo entre dientes y volvió a sus papeles con gesto indignado.

- Por cierto - Ambrose le había oído perfectamente la primera vez, pero aún así tuvo que toser varias veces para llamar su atención -. Esta cicatriz del cuello, ¿te suena de algo?
- No es momento para charlas personales, Emma - bufó.
- ¿Pero entonces sabes cómo me la he hecho o no?
- No lo sé, nunca me lo has contado y tampoco me interesa. Así que por favor, regresa al trabajo.

«Tan útil como siempre.» Emma puso los ojos en blanco y se dirigió a su escritorio. Su mesa era mucho más pequeña y menos imponente que la de su compañero, y es que Ambrose seguía tratándola como una simple becaria más. A pesar de que él era un incompetente y un estirado, y toda su carrera profesional había consistido en pisotear las investigaciones de los demás. Emma era otra tanta de sus víctimas, pues había perdido su tesis doctoral por capricho de Ambrose. A veces pensaba que se merecía algo más que pequeñas venganzas con el chocolate.

- Ah, Emma - anunció él desde el otro lado de la sala, arrastrando las palabras con su marcado acento inglés -. Se nos ha asignado un nuevo trabajo de campo. Se ha descubierto un monasterio...

Su mundo se detuvo en ese instante, un potente déjà vu que le nubló los sentidos y que le hizo arder la garganta. Tenía la irracional pero potente certeza de que ya sabía qué iba a pasar, de que ya había vivido eso antes.

- Un monasterio cristiano en Nepal - susurró, casi de forma inconsciente.
- No me interrumpas, Emma - replicó Ambrose. Qué buen oído tenía cuando le convenía -. Pero sí, has debido enterarte ya. Es un edificio antiquísimo y por las fotos parece de principios del siglo IV. Muy intrigante, así que nos han convocado para que vayamos a examinarlo en persona. Y sorprendentemente sigue habitado, así que también nos alojaremos allí. Mañana salimos en avión.
- ¿Me dejas ver las fotos?

Emma saltó de su escritorio y corrió hacia el de Ambrose, que dio un respingo mientras apartaba las fotografías de la mesa,

- Niña, entiendo la efusividad, pero quizá deberías...
- No me vuelvas a llamar niña, viejo inútil - gruñó Emma con frialdad-. Que tengas edad para ser mi padre no te da derecho a ningunearme, ¿está claro?

Ambrose abrió la boca para responder, pero estaba tan sorprendido que no salían palabras de los labios. Su rostro lo decía todo, enrojecido de ira y vergüenza. Emma aprovechó para arrebatarle las fotos de las manos.

Y reconoció lo que veía. Los pasillos le resultaban familiares, como si ya hubiera caminado por ellos antes. El extraño monasterio de piedra clara rodeado de nieve impoluta, los monjes sonrientes de ojos rasgados, cabeza rapada y cogullas medievales. La enorme cruz de madera en la capilla hubiera parecido austera y aburrida en cualquier otro contexto, pero ahí... daba la impresión de estar en el sitio equivocado. Enturbiaba el ambiente, como si el monasterio entero estuviera cubierto por una bruma corrupta.

- Te recomiendo - habló Ambrose, que por fin había recuperado la compostura - que mañana moderes tu lenguaje. Iremos acompañados por profesionales y me niego a que me dejes en ridículo.

Emma hizo un enorme esfuerzo para morderse la lengua y no replicar en el acto, pero la acuciante necesidad de comprender todo aquello le instaba a hablar. Le costó pronunciar las palabras, como si ya supiera que de esa forma iba a desatar algo terrible.

- ¿Quién nos acompaña?
- Ah, pues... - Ambrose pasó el pulgar por la punta de sus dedos, rememorando -. Por supuesto, necesitamos un intérprete. También nos acompaña un traductor, por si las moscas, y una periodista. No me hace gracia lo de la periodista, pero es lo que hay. Ah, y una famosa psiquiatra americana. Parece interesada en el comportamiento de los monjes, creo que su nombre era...

Rox. El nombre resonó en la memoria de Emma antes de que Ambrose lo pronunciara, y con él se trajo muchas cosas. Le vino una profunda sensación de complicidad, de confianza que solo se adquiere con tiempo y experiencia, le vino un sabor cálido en los labios y el recuerdo de lágrimas ardientes deslizándose por su rostro. Una promesa de venganza, un adiós que no llegó a pronunciarse del todo. Conocía a Rox y era capaz de invocar su imagen: el pelo oscuro y liso, los ojos afilados, el porte esbelto y la mirada fría y calculadora. Pero sobre todo recordaba su rostro, normalmente hierático e impasible, contorsionado por el dolor y mancillado por la muerte. Rox había muerto en sus brazos.

- Yo... - Emma respiró agitada, aferrándose con fuerza al escritorio y sintiendo el mundo dando vueltas a su alrededor - Tengo que irme.
- Uh, sí, será mejor que te vayas - Ambrose habló mientras Emma recogía todas sus cosas y se apresuraba en marchar -. Tú haz la maleta para una semana, y recuerda, hace frío. ¿Me oyes? Si ni siquiera sabes dónde hay que ir mañana. Bueno, te pasaré los detalles por email. ¿De acuerdo? ¡Emma!

Ya no le oía. Emma corrió por los pasillos y se metió en su coche, intentando ordenar los recuerdos en su cabeza. ¿Era así como se había hecho la cicatriz, en aquel monasterio? ¿Cómo había sucedido? Demasiadas imágenes se agolpaban en su mente, demasiadas voces distintas que no era capaz de distinguir. Se le venían vagos recuerdos de un viaje en avión, de dormir en un colchón en el suelo, pero no era capaz de comprenderlos ni de comprobar si eran o no ciertos. La cicatriz del cuello palpitaba expectante mientras Emma conducía de vuelta a casa.

Solo tenía una cosa clara, y es la única forma de obtener respuestas era ir a ese viaje. Así que corrió escaleras arribas y tiró su maleta vieja sobre la cama. Casi no tenía aliento, pero empezó a arrancar los jerseys de sus perchas y a lanzarlos hacia la maleta abierta. ¿Que más necesitaba? Cogió camisas y pantalones anchos, medias gruesas, ropa interior para una semana y pico... La anticipación de viajar le tranquilizaba, repasar una lista en su mente e ir tachando poco a poco elementos que completaba. Pensó en que haría frío en Nepal, así que se arrodilló frente al armario y empezó a sacar trastos, buscando sus viejas botas de nieve.

Una de las cajas que sacó hizo que le recorriera un cosquilleo intenso desde el brazo hasta la garganta, y pareció que el mismo universo se quedaba en silencio. Emma arrastró el alargado maletín de madera hasta sus rodillas y abrió el cierre. Ya sabía lo que contenía. Era la escopeta que le había dado su padre, que usaba durante los veranos cuando iban juntos a cazar. Sostuvo el cajón unos instantes, pensativa. ¿Le haría falta en Nepal? ¿Le dejarían meterla en el avión siquiera?

Cuando la rozó con los dedos fue cuando recordó todo, y la verdadera naturaleza del monasterio se desveló ante ella. Recordó, como en un sueño premonitorio, la masacre que se había desenvuelto en aquel maldito templo del Nepal, recordó la sangre naciendo de las paredes y las sonrisas perversas de los monjes mientras deslizaban un cuchillo por su piel desnuda. De pronto recordó las torturas, los monstruos de pesadilla que poblaban los rincones, aquella vez que se escondió en un barril de la bodega para evitar que la atraparan. Recordó que intentó huir con Rox, que el destino las dejó a merced de los demonios con rostro humano y que ellos la asesinaron. Y, por supuesto, también recordó cómo se había hecho la cicatriz.

Se quedó en silencio. El mundo entero había dejado de tener sentido, y a la vez lo había cobrado de pronto. Ya sabía qué tenía que hacer. Ya sabía cómo salvarse, cómo escapar de sus pesadillas, cómo volver a encontrarse con Rox. Emma cogió la escopeta, se sentó en la cama y cerró los ojos. Inspiró hondo y empezó a cantar London Bridge is Falling Down, repitiendo el estribillo y todas sus variantes hasta que no pudo recordar ninguna más. Su voz era lo único que mecía el aire, pues ni siquiera los pájaros se atrevieron a cantar.

Entonces colocó la escopeta contra su garganta, sintiendo el frío del metal contra su piel, disfrutando de la forma en la que el cañón encajaba perfectamente con el centro de su cicatriz. «No te preocupes, Rox. Ya lo he entendido. Ya sé cómo salir de aquí.»



13-Un personaje se despierta con una cicatriz enorme y no sabe cómo se la ha hecho. Haz que recupere sus recuerdos durante el relato hasta que al final descubra la verdad.

¡Buenas tardes! Pues aquí os traigo el decimotercer reto, que esta vez he decidido aprovechar y escribir sobre Emma, uno de mis personajes de rol más antiguos. Y es que este relato está basado en una campaña que jugué hace años, Semper Fidelis, que como os podéis imaginar tuvo un final... algo sangriento. La forma de escapar del ciclo era morir, cosa que Rox consiguió y que Emma no, así que este relato ha sido mi forma de darle un arco de redención. De esta forma, por fin ha podido escapar.

Por cierto, ¿sabéis que la relación de Emma y Rox es una de las más bonitas que he tenido el placer de rolear? Surgió de la nada, tan solo los personajes encajaban a la perfección y había mucha química entre ellas. En esta relación nunca hubo besos apasionados ni confesiones bajo la lluvia, solo una amistad sólida y una complicidad que no hizo más que crecer durante sus... aventuras. Con el tiempo se dieron cuenta de que no podían vivir sin la otra. ¡Al final se casaron y todo! Es la relación menos romántica que he interpretado, y aún así la más auténtica. Algún día escribiré más sobre ellas.

Bueno, que me motivo. Muchas gracias a la master de Semper fidelis y a la jugadora que llevaba a Emma (perdí contacto con ambas, pero os sigo teniendo cariño y a veces me acuerdo de vosotras <3), ya que sin vosotras Emma no sería más que una pieza guardada en un cajón.

¡Nos vemos en el próximo relato, hasta la próxima!

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