5/08/2020

Girasoles

La casa de Mercedes era la última de la calle, la que estaba alzada contra la pared de la montaña. Siempre me pareció que aquello, más que una casa, era un amasijo de tablones y cortinas estampado contra la ladera y que a duras penas se mantenía en pie. Era tan pequeña que ni siquiera tenía habitaciones, así que el salón era tan solo el espacio que había entre la cama y la pequeña cocina de gas. Pero a pesar de todo Mercedes siempre conseguía que aquello pareciera un hogar. Era una excelente anfitriona.

Todos los niños del pueblo conocían a Mercedes, pero no muchos se atrevían a pasar por su casa. Por aquel entonces ella aún era joven (con arrugas en las manos, el pelo canoso y manchas del sol en la piel, pero joven de todas formas), pero ya se había ganado fama de vieja bruja. En aquella época una mujer soltera no era de fiar, y poco a poco la comidilla del pueblo empezó a convertirse en burla, luego en desprecio, finalmente en espanto. Mercedes no solo era soltera, sino que también era feliz así. Eso les aterrorizaba.

Pero mi madre nunca me advirtió sobre Mercedes, al contrario, me instaba a ir a visitarla a menudo. Todo prejuicio que pudo haberse formado en mí se desvaneció en cuanto me abrió la puerta y, sin conocerme en absoluto, me invitó a pasar y me ofreció galletas de canela. Tenía la sonrisa torcida y los dientes inclinados hacia dentro, la nariz fina y aguileña, las ropas manchadas de harina. Casi nunca estaba sola, y con el tiempo llegué a trabar amistad con los niños que también visitaban a Mercedes. En invierno nos dábamos calor unos a otros, cubiertos por una manta de gruesa lana; y en verano nos refugiábamos bajo su sombra y compartíamos risas y rodajas de sandía. Mercedes sonreía y cocinaba, nos pedía ayuda para alcanzar trastos o barrer el suelo, y cuando era hora de volver a casa nos despedía con un beso en la mejilla y un bocata de chacina.

Pero eso no ocurría siempre. Al principio no me di cuenta, pero algunos niños dormían en la casa de Mercedes. Lo supe la noche en la que me harté del olor a vómito y alcohol, de los moratones en las muñecas; y cuando me vi en la calle lleno de rabia no se me ocurrió otro sitio al que acudir. Ella estaba allí, aún despierta, y algunos de los niños que había visto al mediodía dormían acurrucados en su cama. Me ofreció leche y una manta, un hombro sobre el que llorar, un confidente para escuchar mis palabras dolientes, hablando a baja voz para no despertar a los niños. Los dos dormimos en el suelo. Aquella no fue la última noche que pasé en su casa, y todas las veces había niños durmiendo en su cama. No siempre eran los mismos.

Con los años cada vez la visitaba menos. Mi padre se fue, y durante un tiempo mi madre tuvo que luchar para mantenerse a flote en el pueblo. Yo también empecé a trabajar, así que tuve pocas oportunidades de volver a casa de Mercedes, de regresar a esos días tranquilos de rodajas de sandía y galletas de canela. Tan solo me pasaba a saludar y ahí estaba, como siempre, rodeada de niños que no eran suyos y con el delantal raído y amarillento. Cada vez más mayor y más gastada, pero con la misma sonrisa de antaño.

Nos marchamos a la ciudad poco después, con una breve despedida y una cesta de perrunillas en el asiento de atrás, así que no sé cómo pasó sus últimos días. Me contaron que murió en el ambulatorio del valle, aquejada de dolores y sin fuerzas para poder hablar. Murió sola y la enterraron sola, derribaron su casa maltrecha para ampliar la que estaba a su lado, y así sin más en unos meses Mercedes ya no estaba con nosotros. Sus niños crecieron y también marcharon, dejando en su memoria un recuerdo lejano de la hospitalidad de aquella mujer. A veces me acuerdo de ella, durante las tardes de verano en las que mis hijos juegan y comen helado, y entonces pienso en la fortuna que tuve de conocerla, de tenerla ahí para cuidar de mí cuando el resto del mundo no pudo hacerse cargo. Pienso en todas las noches en las que durmió en el suelo con el estómago vacío y una sonrisa amable en el rostro.

Una vez le pregunté por qué hacía todo aquello. Era una noche de invierno y los niños dormían, compartíamos almendras y licor de bellotas a la tenue luz de una única bombilla. La curiosidad pudo conmigo. Mercedes se retorció en la manta y señaló una caja del altillo, y sin mediar palabra la alcancé y la deposité en el suelo entre ambos. Ella la abrió con las manos temblorosas, y entre los cachivaches y chucherías sacó una pequeña fotografía que retrataba a dos mujeres. A ella se la reconocía fácilmente, misma nariz y misma sonrisa, como una versión más joven y lozana de Mercedes. Y aún más feliz si cabe. A su lado otra mujer, de pelo corto y hombros anchos, que la abrazaba y la besaba en la mejilla pero muy, muy cerca de los labios. En aquel momento no supe que responder, así que Mercedes recuperó la fotografía y la sostuvo unos instantes. Sonreía débilmente, con un rastro de dolor viejo en la mirada.

«Ay, hijo mío» susurró, con la voz quebrada de nostalgia. «Porque es lo que ella hubiera querido.»



19-Trabaja el trasfondo de tus personajes para explicar por qué tu protagonista es un buen samaritano que daría su vida por los demás.

Madre de dios, no sabéis lo mucho que me ha costado este reto. Estoy acostumbrada a crear trasfondos para personajes de rol, o para historias mucho más largas... Nunca para un relato corto. Además quería ponerme mucho más ambiciosa e ir mostrando poco a poco el pasado del personaje y crear un trasfondo más completo, pero no me ha dado para más.

Tenía una idea completamente distinta para este relato, pero literalmente ayer decidí que no me gustaba y me puse a escribir esto. Es más realista y un poco más sencillo de escribir... y es que llevo unas semanas con un bloqueo de escritor que no me lo puedo quitar de encima. Estoy algo desanimada, pero en fin, hay que seguir trabajando.

¿Qué os parece a vosotros? ¿Creeis que he cumplido bien el tema? Creo que tiene muchísimo más potencial y no lo he aprovechado del todo, pero bueno, en estos tiempos es complicado hacer algo más.

Un saludo a todos, y hasta la próxima.

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P.D: No me preguntéis por qué el título de este relato es Girasoles. Creo que es algo subconsciente debido a Los girasoles ciegos de Alberto Méndez. No tengo otra explicación. 

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