Una de esas capillas, la más grande, se encontraba protegida por un caballero al que nunca se le había visto sin la armadura; portando una llama que, como él, jamás parecía apagarse. Su mitificada presencia había ensalzado aquella cabaña destartalada hasta convertirla en la capilla principal de Zulc. Se había vuelto habitual citarla como punto de encuentro para sus habitantes, y a menudo se organizaban comidas y distribuciones de suministros a su alrededor, acogiendo por igual a los fieles como a aquellos no tan involucrados en el culto. Así que no era raro ver a la doctora merodeando por esa misma capilla, intercambiando rápidas palabras con el caballero o saludando a sus pacientes mientras almorzaba en uno de los bancos de la iglesia, despreocupada y de espaldas al altar. Siempre iba con prisas, arrastrando con afán el pie izquierdo como si el bastón que llevaba a todas partes no le sirviera de nada. Tampoco le gustaba que le llamaran doctora. "Enfermera", corregía en un susurro que arrugaba en exceso sus cejas, "trato con pacientes, no con enfermedades, así que soy enfermera". Aun así era la persona a la que se recurría cuando se necesitaba usar un bisturí, y todos los días sus ropas regresaban con manchas de sangre seca entre los pliegues, camufladas entre los coloridos patrones de su falda.
Un día la doctora había empezado a llevar un rosario recubierto de espinas. Ni siquiera se sentaba a rezar, pero portaba aquel ostentoso objeto de devoción con una naturalidad irreverente. Jugaba con las cuentas en sus momentos libres, o mientras charlaba distraída, haciéndolo girar entre los dedos de su mano diestra. A veces hablaba con el caballero Syvos sobre la vida en la capilla, y observaba con interés los ritos que en ella se desenvolvían, pero siempre como una figura distante, desconectada de la liturgia. A su alrededor los habitantes de Zulc rezaban en silencio, lloraban por igual a los vivos y a los muertos, buscaban consuelo y cuidados en todo aquello que la doctora no podía sanar. Ella lo comprendía, y les acompañaba, pero nunca participaba.
Se ausentó durante dos semanas. Cuando volvió, lo hizo en silla de ruedas y con el pelo impecable, recién trenzado. Su voz se tornó quebrada, ronca; quieta y áspera como un arroyo moribundo. Entonces era mucho más común encontrarla en la capilla, aguardando en los rincones sombríos de la estancia hasta que uno de sus ayudantes le imploraba que regresara a la clínica, o hasta que tañía la última campana y Syvos la guiaba de vuelta a sus aposentos. Seguía sin rezar, en el sentido estricto de la palabra. En vez de eso se sentaba en alguno de los bancos, con el rosario enredado entre el pulgar y el corazón, y perdía la vista entre la oscuridad entreabierta de la Dama de Hierro que yacía en el altar. A veces murmuraba hacia sus adentros, mascullando disculpas sin un destinatario explícito. Lloraba, en silencio, inclinando la cabeza para dejar que las lágrimas rodaran a través de sus mejillas, con esa disonante mariposa en su cabello cubriéndole parcialmente el rostro. Y miraba, sobre todo miraba. Sus ojos vacíos se enganchaban en el dolor de los habitantes de Zulc, arrastando incluso su aliento hasta que se obligaba a volver a respirar. Cada vez que escuchaba a un niño llorar, o cuando el estruendo de la guerra le hacía volver la cabeza, la doctora miraba y entonces era incapaz de dejar de ver. Sus pupilas se inundaban de un horror insondable y gélido, el peso de una isla entera condenada a un invierno perpetuo. Pronto sus pacientes aprendieron a guardarse su gratitud, ya que había pasado de recibirla con un desinterés formal a devolverles un rostro encogido por la angustia.
Solo rezó una vez, en el funeral de aquel niño afectado por tormento. Aquel día el propio mar parecía haber incrementado su lejano rumor a un canto mordaz y siniestro, imponiéndose al recogido silencio de la capilla. Familiares y amigos lloraron, empapando de dolor las oraciones por el alma del joven perdido. La doctora asistió a la misa, su quieta presencia velada entre vecinos y conocidos, y junto a ellos lamentó y rogó por el consuelo de la Dama. Junto a ellos rezó y repartió los pésames, junto a ellos se arrodilló ante el altar y besó el rosario con labios temblorosos. Y cuando todos se fueron la doctora se quedó atrás. Inmóvil, con la mirada fija en la figura de la Dama que reposaba en el centro de la capilla. Las gruesas pisadas del eterno caballero se le acercaron hasta colocarse a su espalda. Ambos mantuvieron el silencio durante varios minutos, hasta que finalmente la doctora dejó escapar un pesado suspiro.
— "Ni cerrada del todo, ni completamente abierta" —citó Cendra, observando el hueco entreabierto que dejaba ver la pequeña estatua—. Es bonito. Poético, incluso.
Syvos asintió levemente, tan solo delatado por el tenue crujir del yelmo, y habló con voz metálica y distorsionada.
—¿Te encuentras bien?
La doctora se giró, rehuyendo la imperturbable mirada de la Dama de Hierro, y en su lugar alzó la vista al techo. Sus ojos buscaban algo más allá de la capilla y de la tierra, un firmamento oscuro y despejado que dejaba ver todas las estrellas. Respondió, con voz queda y una sonrisa dolida.
—Tan solo me preguntaba si alguna vez veré el cielo.
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