2/28/2025

Dama de hierro

No pasó mucho tiempo hasta que se establecieron las primeras capillas de la Dama de Hierro en el subsuelo. Haciendo eco de sus raíces clandestinas, los altares se alzaron alrededor del alcázar al abrigo que otorgaba la piedra, siempre ocultos de la luz del sol. La fe los había hecho brotar en rincones anodinos de las casas, en esquinas vacías de callejones cuestionables; y los más afortunados habían conseguido hacerse con una habitación entera para su devoción. Aunque las imágenes de la Dama de Hierro aún yacían enterradas en el hielo, y los bancos de las iglesias habían ardido al caer el invierno, la nueva ciudad se había hecho con sus propios símbolos y reinaba un consenso de solemnidad en aquellas estancias. En medio de la guerra y atrapados en su propia tumba, el pueblo alentaba más que nunca el culto a la muerte.

Una de esas capillas, la más grande, se encontraba protegida por un caballero al que nunca se le había visto sin la armadura; portando una llama que, como él, jamás parecía apagarse. Su mitificada presencia había ensalzado aquella cabaña destartalada hasta convertirla en la capilla principal de Zulc. Se había vuelto habitual citarla como punto de encuentro para sus habitantes, y a menudo se organizaban comidas y distribuciones de suministros a su alrededor, acogiendo por igual a los fieles como a aquellos no tan involucrados en el culto. Así que no era raro ver a la doctora merodeando por esa misma capilla, intercambiando rápidas palabras con el caballero o saludando a sus pacientes mientras almorzaba en uno de los bancos de la iglesia, despreocupada y de espaldas al altar. Siempre iba con prisas, arrastrando con afán el pie izquierdo como si el bastón que llevaba a todas partes no le sirviera de nada. Tampoco le gustaba que le llamaran doctora. "Enfermera", corregía en un susurro que arrugaba en exceso sus cejas, "trato con pacientes, no con enfermedades, así que soy enfermera". Aun así era la persona a la que se recurría cuando se necesitaba usar un bisturí, y todos los días sus ropas regresaban con manchas de sangre seca entre los pliegues, camufladas entre los coloridos patrones de su falda.

Un día la doctora había empezado a llevar un rosario recubierto de espinas. Ni siquiera se sentaba a rezar, pero portaba aquel ostentoso objeto de devoción con una naturalidad irreverente. Jugaba con las cuentas en sus momentos libres, o mientras charlaba distraída, haciéndolo girar entre los dedos de su mano diestra. A veces hablaba con el caballero Syvos sobre la vida en la capilla, y observaba con interés los ritos que en ella se desenvolvían, pero siempre como una figura distante, desconectada de la liturgia. A su alrededor los habitantes de Zulc rezaban en silencio, lloraban por igual a los vivos y a los muertos, buscaban consuelo y cuidados en todo aquello que la doctora no podía sanar. Ella lo comprendía, y les acompañaba, pero nunca participaba.

Se ausentó durante dos semanas. Cuando volvió, lo hizo en silla de ruedas y con el pelo impecable, recién trenzado. Su voz se tornó quebrada, ronca; quieta y áspera como un arroyo moribundo. Entonces era mucho más común encontrarla en la capilla, aguardando en los rincones sombríos de la estancia hasta que uno de sus ayudantes le imploraba que regresara a la clínica, o hasta que tañía la última campana y Syvos la guiaba de vuelta a sus aposentos. Seguía sin rezar, en el sentido estricto de la palabra. En vez de eso se sentaba en alguno de los bancos, con el rosario enredado entre el pulgar y el corazón, y perdía la vista entre la oscuridad entreabierta de la Dama de Hierro que yacía en el altar. A veces murmuraba hacia sus adentros, mascullando disculpas sin un destinatario explícito. Lloraba, en silencio, inclinando la cabeza para dejar que las lágrimas rodaran a través de sus mejillas, con esa disonante mariposa en su cabello cubriéndole parcialmente el rostro. Y miraba, sobre todo miraba. Sus ojos vacíos se enganchaban en el dolor de los habitantes de Zulc, arrastando incluso su aliento hasta que se obligaba a volver a respirar. Cada vez que escuchaba a un niño llorar, o cuando el estruendo de la guerra le hacía volver la cabeza, la doctora miraba y entonces era incapaz de dejar de ver. Sus pupilas se inundaban de un horror insondable y gélido, el peso de una isla entera condenada a un invierno perpetuo. Pronto sus pacientes aprendieron a guardarse su gratitud, ya que había pasado de recibirla con un desinterés formal a devolverles un rostro encogido por la angustia.

Solo rezó una vez, en el funeral de aquel niño afectado por tormento. Aquel día el propio mar parecía haber incrementado su lejano rumor a un canto mordaz y siniestro, imponiéndose al recogido silencio de la capilla. Familiares y amigos lloraron, empapando de dolor las oraciones por el alma del joven perdido. La doctora asistió a la misa, su quieta presencia velada entre vecinos y conocidos, y junto a ellos lamentó y rogó por el consuelo de la Dama. Junto a ellos rezó y repartió los pésames, junto a ellos se arrodilló ante el altar y besó el rosario con labios temblorosos. Y cuando todos se fueron la doctora se quedó atrás. Inmóvil, con la mirada fija en la figura de la Dama que reposaba en el centro de la capilla. Las gruesas pisadas del eterno caballero se le acercaron hasta colocarse a su espalda. Ambos mantuvieron el silencio durante varios minutos, hasta que finalmente la doctora dejó escapar un pesado suspiro.

— "Ni cerrada del todo, ni completamente abierta" —citó Cendra, observando el hueco entreabierto que dejaba ver la pequeña estatua—. Es bonito. Poético, incluso.

Syvos asintió levemente, tan solo delatado por el tenue crujir del yelmo, y habló con voz metálica y distorsionada.

—¿Te encuentras bien?

La doctora se giró, rehuyendo la imperturbable mirada de la Dama de Hierro, y en su lugar alzó la vista al techo. Sus ojos buscaban algo más allá de la capilla y de la tierra, un firmamento oscuro y despejado que dejaba ver todas las estrellas. Respondió, con voz queda y una sonrisa dolida.

—Tan solo me preguntaba si alguna vez veré el cielo.

2/20/2025

Lo que no se pudo decir

"Si estáis leyendo esta carta es porque he sido asesinada por Maleneth Anulef."

La pluma tiembla en el punto final y le deja una fina cicatriz al papel. Mientras la tinta sangra más de lo debido, Cendra mira las palabras que ella misma acaba de escribir y parpadea como si le costara entenderlas. Me lo ha prometido. Esto no va a ocurrir. Y aún así, levanta el trazo y continúa escribiendo.

"No me importa quién se vaya a quedar con mis cosas, pero quiero que lo administre Aegnor Kholin. Él tiene la última palabra. Tampoco hace falta que hagáis ningún funeral."

Aunque no creo que quede nada de mi cuerpo. Lo escribe de todas formas. Una hormiga cruza la esquina del papel y empieza a caminar por su superficie, esquivando las letras secas como si atravesara un despropósito laberinto. Cendra dibuja un trazo curvo para guiarla de vuelta a la mesa. Es la primera que ve en días y se mueve adormecida por el frío, llamada por la promesa de la nueva vida que habita en el subsuelo. Piensa que quizás vino escondida en el abrigo de un refugiado, o atrapada entre las pocas provisiones que se pudieron extraer del hielo, y ahora vaga por la torre en busca de un sustento que no podrá llevar jamás a su hogar. Es una pena. Cendra considera escribir sobre la taberna de sus padres, pero se siente incapaz de pensar en ella como algo que no sea un lugar al que regresar. Aunque sabe que no es cierto, aún siente ese hueco bajo la madera de la bodega como su tumba, y la idea de que otros pasos que no sean los suyos vuelvan a pisar ese suelo le atormenta. Deja la pluma un instante para poder repiquetear los dedos sobre la mesa. Los pensamientos se aceleran.

"Espero que estés satisfecho, capullo. Espero que mi muerte te acerque al Gran Esquema. Piensa en mí cada vez que una araña te grangene la piel, cada vez que un mosquito te arrebate la sangre y solo deje tras de sí veneno y dolor. Las avispas corren de mi cuenta. Y también las infectas babosas que recorrerán tus labios por las noches."

Arruga las cejas mientras contiene en su garganta el sentimiento que le despierta la imagen. No puede evitar pensar en el rostro de Maleneth como era antes, desprovisto de cristales y quemaduras, y recuerda que la última vez que lo vio fue con el feroz deseo de arrancarle los ojos. La mano le tiembla y las letras se tuercen.

"Si Kafka sigue con vida decidle que tenía razón, y que espero que disfrute de ese conocimiento con la más fina astilla de alma que aún le permanezca."

Y nada más que decirle a aquella que ya ha muerto dos veces. Considera dejar palabras para el resto, pero de repente se le antoja innecesario escribir despedidas antes de una muerte que no se espera. Hace rodar la pluma entre sus dedos y la tinta llovizna sobre la mesa, dejando pequeñas pecas parduzcas sobre la madera.

"Os quiero muchísimo. No os olvidéis de mí."

Algo en su interior se remueve, informe e inconforme, y el zumbido en sus oídos se desgañita como cigarras anhelando el verano. La pesada presencia del minotauro en esta torre se hace más evidente, y su sombra se filtra desde el firmamento, entre las grietas de los kilómetros de losas de piedra que les separan. Cendra cierra los ojos. No los necesita para sentir la miriada de insectos que le recorren la piel y le atenazan la garganta, la firme presión invisible que le estruja las costillas. Cuando regresa la mirada al techo el silencio se desata, y la carta yace arrugada entre sus dedos. La desdobla y la aparta con calma, y con la muñeca izquierda inmóvil en su regazo alcanza la última hoja de papel que le queda. La tinta se seca bajo la firme caligrafía y la pluma vuela ligera, despreocupada, coronando la impoluta superficie de la hoja con palabras que Cendra tampoco sabe si creer del todo.

"Si estáis leyendo esta carta es porque he asesinado a Maleneth Anulef."



Este relato lo escribí hace MUCHO tiempo, más o menos al poco de que Cendra llegara a la torre (cronológicamente, va antes que el de Kafka que ya está publicado), porque quería desahogar un poco el miedo que ella sentía, procesar el cambio de situación, y hacer canónicas las cartas que tiene guardadas en su escritorio. Y releerlo ahora, después de lo que ha pasado con Maleneth.... uf. Hasta el título parece cruel.

No lo había publicado hasta ahora porque no lo veía muy interesante, pero lo he releído hoy y me parece curioso ver los dos caminos que consideraba Cendra hace unos meses, y lo que realmente pasó después. 

Dato para cotillas: Estas no son las únicas cartas que escribió.