Cendra había aprendido a diferenciar con facilidad las diferentes pisadas que transitaban las escaleras de la torre, y es que cada uno de los integrantes de los Cien sueños tenía su propio andar. Las de Syvos eran las más reconocibles, pesadas y metálicas, resonando más de lo que deberían a causa del vacío que llenaba su armadura. Las de Blaydd eran ágiles y ligeras, rítmicas, y a menudo golpeaba los escalones con las puntillas. Vermis siempre andaba despacio y arrastrando los pies. Las de Maleneth no habían cambiado nada en todos estos años, tan firmes que eran las únicas capaz de escuchar en sueños. Y las de Kafka eran suaves, incorpóreas, similares a las de un fantasma arrastrando un velo o una rata escabulléndose por los rincones. Esas eran las que escuchó bajar desde un par de pisos más arriba, justo cuando regresaba a sus aposentos.
—Buenas noches, Cendra —saludó sin levantar la cabeza.
—Hm —respondió ella desde el umbral—. Buenas noches a ti también.
Empujó la puerta entreabierta y la escasa luz de su cuarto arrojó sombras por las escaleras. Pausó unos segundos antes de entrar y, en vez de eso, hizo girar la silla para darle la espalda a su habitación.
—Kafka, espera.
La figura se detuvo y volteó la cabeza sin hacer ruido, tan solo delatada por el leve rasgar de la túnica contra el suelo.
—Esta mañana, cuando has dicho que sabes qué va a ser de Maleneth... ¿a qué te referías?
—A que está loco. Solo eso.
—Sí, supongo —suspiró Cendra, apartando la mirada hacia la hilera de hormigas que adornaba el marco de la puerta—. Ya sé que no podemos fiarnos de él. Pero tiene que haber algo que podamos hacer, ¿verdad? Alguna manera de que se tranquilice, de que vuelva a ser como antes.
Kafka se encogió de hombros. Quizá desconocía al Maleneth "de antes" al que Cendra se estaba refiriendo.
—No sé —continuó ella—. A lo mejor es buena idea hablarlo con Blaydd, a ver si a él sí que le hace caso. O darle un poco más de tiempo a que se acostumbre a estar aquí abajo... ¿Tú habías pensado en algo?
—Sí, a eso iba —Kafka volvió a posar su mano en la barandilla, y descendió otro escalón—. Que descanses.
Las cejas de Cendra se arrugaron con curiosidad. Titubeó un instante antes de hacer rodar la silla hacia la escalera, dejando su habitación atrás.
—¿A eso iba? —repitió, ladeando la cabeza.
—Justo ahora iba a ver a Lucrecio.
—Ah, ya veo. ¿Puedo ir contigo?
—Hm, claro. Por qué no.
Cendra se puso en pie y empujó la silla en su dirección.
—Vas a tener que llevarme.
Pronto su suave traqueteo inundó la escena nocturna de la nueva Zulc. La noche, indistinguible del día por la ausencia de luz solar y por el frío constante que asolaba la superficie, solo se reconocía por el silencio de sus habitantes y por la atenuada luz de las farolas. Aparte de un par de guardias, que ya estaban acostumbrados a ignorar a los protegidos de la casa Kholin, y algún que otro transeúnte que se afanaba en regresar a su hogar, los caminos estaban desiertos. De esta forma el crepitar de la guerra era difícil de ignorar, y las sombras sinuosas de la batalla se reflejaban en las paredes y en el techo. Hicieron el camino en silencio hasta que empezaron a aproximarse a uno de los asentamientos granjeros.
—Tengo que advertirte de algo —habló Kafka mientras empujaba con firmeza la silla—. Puede que veas a Lucrecio algo cambiado.
—¿En serio? —rió suavemente—. ¿Y eso por qué? ¿No le ha sentado bien estar aquí abajo?
—Porque le he matado, Cendra.
Pareciera como si la misma guerra hubiera cesado durante ese mismo instante solo para permitir que brotara un silencio ensordecedor, tan solo interrumpido por el leve chirriar de las ruedas y su desgaste sobre la tierra. Cendra se revolvió despacio en la silla y giró la cabeza para mirar a su porteador. El rostro de Kafka estaba atravesado por una sonrisa antinatural que le quebraba los labios.
—Por la santísima Dama —susurró Cendra, en un tono mestizo entre la sorpresa y la exhasperación— ¿Por qué? ¿Qué te ha hecho?
—Oh, nada —Kakfa ladeó la cabeza ligeramente, con la mirada aún centrada en el camino—. Fue un poco gilipollas cuando hablamos, si te digo la verdad, pero no lo maté por eso.
Cendra regresó la cabeza al frente y aspiró el aire helado entre los dientes.
—Maleneth te va a matar.
—¿Por qué? No tiene por qué enterarse. ¿O es que me vas a delatar? Creí que éramos amigos.
—Claro, lo que me faltaba —masculló Cendra, arrugando la manta entre sus dedos—. Ahora mismo voy y se lo cuento. ¿Sabes lo que haría entonces? Matarnos a los dos. Nos pone en fila y —pausa un momento para lanzar su puño al aire— nos arranca la cabeza de un solo golpe. ¿Te crees que quiero morir así?
—Si no le dices que he sido yo...
—¡Se enterará tarde o temprano! Me verá dudar o sospechará por cualquier motivo, y entonces le ordenará a Vermis que me lea la mente. ¡Ni siquiera le hace falta eso! Si de él dependiera, sería capaz de arrancar mi cerebro y examinarlo lámina a lámina hasta encontrar lo que busca. Joder, Kafka. ¿Por qué me cuentas esto?
Su voz empezó a quebrarse de angustia y, en un gesto súbito, alzó la mano para clavar las uñas en la mano derecha de Kafka. La retiró de un respingo, no sin que antes florecieran cuatro marcas en forma de medialuna en su piel. Cendra rasgó la superficie del manillar en su lugar.
—Me has puesto en peligro sin motivo.
Kafka sacudió la mano con desagrado.
—Fuiste tú la que dijo que quería venir.
La silla se detuvo bruscamente frente a una casa de ladrillos dispares, indistinguible de las del resto del asentamiento. A lo lejos una granja maltrecha se ahogaba entre la oscuridad. No se veía ni una sola luz en las ventanas, y la ausencia de actividad creaba la ilusión de ser una aldea abandonada. Cendra se incorporó, temblorosa, e hizo girar el pomo de la puerta. Cerrada. Apoyó la cabeza sobre su superficie, esperando escuchar la respiración adormecida de Lucrecio, pero solo encontró silencio.
—Sí, ya está muerto —habló Kafka, aún sujetando la silla—. Solo quería asegurarme.
—¿Cómo lo has hecho? —susurró contra la madera, intentando inútilmente atisbar algo entre las rendijas.
—Como lo hago siempre. Debió caer enfermo hace unos días. No habrá tenido tiempo ni de buscar un médico —Kafka recupera la sonrisa, tan amplia que amenaza con partir en dos sus facciones—. Ya lo habrán enterrado. Espero que le hagan una tumba, ¿sabes? Ya me imagino el epitafio: "Aquí yace Lucrecio; murió cagando sus propias tripas".
—Qué asco. Y qué pena. —El tono de Cendra se vuelve severo mientras se deja caer de vuelta en la silla—. Es todo un desperdicio. Tenía un rostro tan bonito. Y era un mago, Kafka. Uno de los buenos. Podría habernos ayudado.
—Ya te dije que hablé con él y no podía hacer nada. Es mucho mejor así, créeme.
—¿Entonces por qué lo has matado?
Kafka se colocó frente a ella, posicionándose en el espacio que quedaba entre su cuerpo y la puerta, y se inclinó para que sus ojos estuvieran a la misma altura.
—Porque tengo ganas de ver cómo reacciona Maleneth a todo esto—ríe, y la túnica se desliza sobre su cuerpo hueco—. Ya me lo imagino apretando los puños, tensando la mandíbula, ensordecido por su propia respiración, inmóvil frente a su tumba... Tengo que confesar —su voz se entrelaza con una carcajada— que últimamente no dejo de pensar en él. Es una obsesión, lo admito. Pero es increíblemente divertido.
—¿Todo esto es para vengarte de Male? —Cendra hundió la cabeza entre sus dedos—. Mierda, Kafka. Qué asco. Joder. Te creía distinto.
—Sabes, a Ganith tampoco le queda mucho —continúa, desplazando la mirada al techo—. Te confieso que eso no lo había pensado en su momento, pero qué demonios, me viene de perlas. Aún noto ese tumor en su cerebro. El día que ya no lo encuentre sabré que también ha muerto.
—Eres un psicópata. Qué pena, en serio —repitió, mordiéndose los labios—. Eres igual que él.
Las facciones de Kafka se suavizan cuando le devuelve la mirada.
—Me da igual lo que pienses. Seguimos siendo amigos, ¿no? Es lo que me has prometido. Justo lo que querías.
—Si eso es una amenaza que sepas que no funciona —ladró Cendra con tono exhasperado—. Llévame de vuelta a la torre, ahora. Tengo que pensar en cómo solucionar esto.
Kafka giró la silla con un gesto brusco y empezó a empujarla, alejándose de lo que había sido la casa de Lucrecio.
—No tienes que solucionar nada, ¿sabes?
—Claro que sí —murmuró mientras se pasaba los dedos por los labios, pellizcándose la piel agrietada—. En algún momento me preguntarán si sé algo de él, y tengo que pensar qué voy a decir entonces. Mierda, se me da fatal mentir.
—¿Le has hablado a alguien de Lucrecio?
—Esta mañana —admitió, echándole un rápido vistazo a la torre que se atisbaba a lo lejos—. Mientras desayunábamos. Solo mencioné que lo habían visto aquí abajo.
—Ah, Cendra —enunció con tono burlesco—. No puedes mantener la boca cerrada, ¿verdad?
—¡Tú tampoco puedes! —le recrimina, agitando la mano en el aire—. Si yo lo sé es solo porque a ti se te escapó antes. Últimamente te descuidas mucho al hablar.
—Puede ser, sí. —La voz de Kafka suena desinteresada, apática en comparación a su sonrisa—. ¿Qué harás entonces? ¿Vas a detenerme? ¿Contárselo a alguien más?
—Me da igual en lo que quieras desperdiciar tu vida, pero no puedo permitir que tus jueguecitos me salpiquen. Me estás poniendo en peligro, a mí y al resto del grupo. —Dejó escapar un suspiro tembloroso—. Los amigos no hacen eso, ¿sabes?
—Los amigos a veces se mienten. A veces se ocultan cosas, o actúan a espaldas de otros. En ocasiones incluso se matan.
—Esa no es para nada la idea que tengo de amistad.
—Hm. Supongo que nunca tuve muchos amigos.
Cendra dejó caer la cabeza sobre su regazo, hundiéndose en la manta y dejándose llevar por el traqueteo de las ruedas. Durante unos segundos Kafka continuó la marcha en silencio, despreocupado, mientras Cendra se secaba las lágrimas de frustración que le manchaban las mejillas.
—Maleneth va a matarte —susurró a pocos centímetros de la tela, ahogando su voz—. Va a matarte en cualquier momento, ¿y luego quién va a ser la que tiene que regresarte a la vida? Yo, por supuesto. Una y otra vez, hasta que consumas todos mis huesos. ¿Es eso lo que quieres, Kafka? ¿Es tu forma de vengarte también de mí?
—Tus huesos por mi alma. Tu anilla por mi anilla. Ese era el trato. Tú harías lo mismo.
—Pero parte del trato era cuidarnos el uno al otro —respondió Cendra, alzando de nuevo la cabeza—. Al fin y al cabo lo hicimos porque queríamos sobrevivir, ¿no? ¿Entonces qué sentido tiene si vas a ponerte en peligro constantemente? ¿O ponerme a mí también en peligro? Yo siempre te he protegido. No me parece justo.
Cendra hizo rodar algo invisible entre sus dedos. Un dolor punzante le atenazó la mandíbula.
—Yo guardo tu anilla con mucho, muchísimo cariño. Y esperaba que tú cuidaras de la mía...
—No tienes nada de lo que preocuparte, en serio —Kafka se inclinó ligeramente para apoyar todo su peso sobre el respaldo de la silla, y acercar sus labios en un susurro cómplice—. Mira, te voy a ser sincera. Porque cada vez me caes mejor, y de alguna manera extraña ahora me caes mejor que nunca. Me sublimé hace una semana y media.
De nuevo ese silencio cortante, pero entonces no era frío y afligido. En su lugar se desató brusco, violento, como el hervir de la misma sangre. Cendra tensó la lengua con cuidado antes de hablar.
—¿Que has hecho qué?
—Así sin más. No sabes lo liberador que es. Es como si me hubiera quitado un peso enorme de encima. No podía soportarlo más, ¿sabes? La sensación de estar constantemente al borde de la muerte. Pensar que en cualquier momento, en una de vuestras estúpidas aventuras, un virote bien lanzado o un tajo desafortunado me iba a llevar por delante. ¿Y entonces qué? ¿Para qué esperar si ya sé que en cualquier momento estaré muerto? Ese miedo me estaba consumiendo por completo.
Sus dedos repiquetearon con anticipación en el respaldo de la silla, y su voz se suavizó, tornándose en un suspiro.
—Así que esa noche tiré de la anilla. Solo, en mi habitación. Pensé que quizás encontraríais mi cadáver hinchado por la mañana, o que de lo contrario no dejaría nada atrás. Pero me habría ido en mis propios términos. ¿Sabes qué paso entonces, Cendra? Absolutamente nada. Desaparecí durante un instante y, cuando abrí los ojos, estaba fuera de la torre. Así que volví a mi cuarto y me fui a dormir. Como si no hubiera ocurrido nada. He reconstruido mi cuerpo desde cero y ninguno de vosotros se ha dado cuenta.
Cendra se giró para examinar la figura que afirmaba seguir siendo Kafka. Misma piel deslustrada, mismas facciones angulosas, el pelo oscuro y lacio cayéndole sin cuidado alrededor del cuello. Un brillo desafiante en sus ojos y esa sonrisa pícara en los labios, pero nada más. Idéntico en el resto de sentidos.
—Ah, y perdona por mentirte con lo del trato —esbozó una mueca de disculpa—. Admito que estuvo mal. ¡Pero es mucho mejor para ti! Ahora no tienes nada de lo que preocuparte.
La mirada de Cendra se desenfocó mientras dejaba caer la cabeza en el respaldo, mirando al techo. La silueta borrosa de Kafka entró en su campo de visión. Sus ojos buscaban algo por encima de la superficie.
—Sí yo muero...
—Te reviviré. Creo que puedo hacerlo. Y si no pudiera, por lo que fuera, tiraré de la anilla y sublimaré tus huesos. ¿Era eso lo que querías, cierto? ¿Morir así?
—Sí. Eso es lo que quiero.
Cerró los ojos y se concentró en sus propios latidos, en la sensación ardiente de sus huesos, temiendo encontrar un atisbo de dolor en sus articulaciones cortadas. Nada. Sus entrañas se encontraban mudas y satisfechas. Pero no pudo ignorar el anhelo resonante en su interior, el suave zozobrar de las alas de mariposa en su frente.
—¿Cómo se siente? —pronunció, relamiendo el extraño dulzor en sus palabras—. La sublimación.
—Es increíble. Me pasaría el resto de mi existencia matándome y resucitándome. —En las palabras de Kafka también nota ese mismo sabor acaramelado—. Y es tan divertido. Aún estoy probando mis límites, pero siento que hay tantas cosas que puedo hacer. Me he pasado tanto tiempo deseando volver a sentir hambre... ¿y para qué? Esto es mil veces mejor.
—¿Y lo único que se te ha ocurrido para disfrutarlo es torturar a Maleneth? —replicó, abriendo los ojos para dibujar en ellos una expresión disgustada.
—Bah, solo hasta que me aburra de él. Luego haré otras cosas, supongo. Puede que escape de aquí, visite otras ciudades.... He pensado que puede ser divertido estudiar magia otra vez, ¿quién sabe? —rió, y por primera vez Cendra sintió deseos de devolverle esa sonrisa—. Puede que explote si intento conjurar algo. También quiero ver si hay alguien más como yo por ahí, o si de verdad estoy solito en el mundo.
—¿Y no te da miedo la eternidad?
—No te creas. Si algún día me canso de vivir, solo tengo que dejar de resucitarme. Y moriré del todo.
No parece un mal plan. Cendra ahogó las palabras antes de que brotaran de su garganta. La sucesión de emociones inconexas dejaron paso a una calma amarga, a la anticipación frustrada de una mecha cortada demasiado pronto. Su mano se removió buscando un rosario inexistente entre sus dedos.
—Si te soy sincero, tengo ganas de ver lo que va a ser de ti —prosiguió Kafka con voz incendiada—. Viendo la relación que tienes ahora con tus insectos, y todo lo que te queda aún por entregar... no soy capaz de imaginarme lo que puedes llegar a ser. Es emocionante.
Cendra se removió incómoda en su asiento, llevándose la mano al pecho para arañar los botones de la camisa.
—No quiero morir. Ya sé que algún día pasará, pero no quiero que sea ahora, ni pronto. Tiempo al tiempo.
—Tranquila, soy paciente. No tiraré de tu anilla hasta que no estés lista, o no te quede otra. Pero te lo aseguro, esta sensación es indescriptible. Sé que te va a encantar. —Las uñas de Kafka tamborileaban sobre el manillar—. Veo eso de mí en ti.
—Pero me gusta estar viva —suspiró Cendra, acariciando distraidamente su muñeca—. Soy feliz con mis amigos, y los quiero. Y echo muchísimo de menos a mi padre. Tengo que volver a verle.
—Lo entiendo. Yo también amaba a mi madre. Pero está muerta.
Las palabras de Kafka tintinean en el aire, y Cendra no puede evitar recordar su cuerpo inerte en la bañera. La mancha en el suelo de su cocina.
—No les hagas daño, por favor —rogó en un susurro—. Al resto de los Cien sueños. No se lo merecen.
—No te preocupes, no tengo intención de hacerlo. Blaydd me cae bastante bien. Vermis varía poco dependiendo del día, pero no tengo ningún problema con él. Y Syvos... —dijo con un resoplido afable—. Bueno, es Syvos.
Cendra alzó la vista hacia la habitación de Maleneth, y conteniendo el aliento ante el débil fulgor de las velas en lo más alto de la torre.
—Pues ahora solo me queda preocuparme por él.
—¿Por qué le tienes tanto miedo? —pregunta con tono despreocupado—. Ha dicho varias veces que no va a hacerte daño. Es más, quiere protegerte. ¿Por qué le iba a hacer daño a alguien que ama?
—Maleneth no está enamorado de mí —escupió Cendra, frunciendo las cejas—. Lo sabría si fuera el caso. O me lo hubiera dicho.
—¿Eso crees? A mí me parece que es bastante obvio.
—Eso no es amor, Kafka. Amor es lo que tenían mis padres. Lo que sea que siente Maleneth es... —hizo un gesto vago en el aire, para finalmente dejar caer la mano— no lo sé, pero otra cosa. No creo ni que él lo tenga claro.
Kafka le interrumpió al posar la mano sobre su cabeza para revolverle el cabello con una risita complaciente. Cendra se dejó llevar por el gesto, que no supo discernir si era de afecto o condescendencia.
—Ay, Cendra, si es que te preocupas demasiado... Te lo digo en serio, vente algún día y fumamos juntos. Te sentará bien. A no ser que se te vayan a quedar los huesos negros o algo de eso.
—Tendría que fumar muchísimo para que ocurriera algo así —rió Cendra— Quizás algún día te tomo la palabra.
La silla se detuvo frente a la entrada principal de la torre, y finalmente Kafka pudo deshacerse de su labor. Sus brazos regresaron al lado de su cuerpo, haciendo balancear la túnica, mientras Cendra plegaba la silla y se afanaba por subirla por las escaleras.
—No te preocupes por lo de Lucrecio —dijo antes de despedirse—. Yo no pienso decirle nada a Maleneth, así que depende de ti.
Cendra no respondió, y se quedó en el umbral de su habitación mientras sus pasos vaporosos ascendían por los peldaños. Solo cuando dejó de escucharlos del todo se atrevió a entrar en el dormitorio. Dejó la silla a un lado y, en vez de hundirse en la cama, apoyó su cuerpo contra el escritorio. Le dolían las manos y sus ojos pesaban de cansancio, y aun así se esforzó en descorchar el tintero y titular una nueva carta antes de irse a dormir.
"Si algún día desaparezco..."
Esto, más que un relato, es una transcripción más o menos decorada de una de las escenas que viví en la campaña de Cien sueños. Quería dejarla por escrito porque, además de ser una PEDAZO de escena, tenía que inmortalizarla para que el resto de jugadores que no estuvieran roleando pudieran disfrutar también de este momento.
El título es parte de la letra de Wait, que, al igual que The Emptiness Machine es la canción que define la relación de Cendra y Maleneth, Wait sería la de Cendra y Kafka.