10/18/2024

"and your beating heart has gone insane, is always resonating..."

TW: Descripciones desagradables, muerte, sangre, insectos, vísceras, un poco de todo.

A estas horas eres la única sombra que se dibuja entre los contornos de la taberna. Tus padres no están, aunque su sangre permanece entre las grietas del suelo de la cocina —como la tuya en el escritorio, camuflada en el corte seco de una muesca—, y el cráneo de tu madre reposa en algún lugar cercano. Le besaste las huecas mejillas antes de subir a tu habitación. Susurraste una despedida que solo ellos escucharon, incapaces de interpretar la cadencia en tu voz. Y aún así les diste las gracias.

Nadie te acompaña esta noche, aunque sería un error decir que estás sola. Hasta ahora has encontrado consuelo en el frío suelo de una cripta subterránea, en el olor a serrín y el repiqueteo del metal; incluso en lo más profundo de la tierra y en su infame hierba sin sol has podido hallar el descanso, pero aquí no. No crees ser capaz de volver a dormir en una habitación vacía. 

Recuperas tu forma al desprenderte de tu mano izquierda y de una de tus piernas —te desprenderías de aún más, porque te queman, porque lo ansías, pero por el momento siguen unidos a tu cuerpo—, y te dejas caer en la cama de tu infancia. No lo ves, pero en lo más profundo del colchón aún queda una mancha sanguinolenta, recuerdo de tu última ofrenda. Apoyas la ausente extremidad justo encima. Hoy nadie te dará las buenas noches.

Dejas la mariposa en la mesilla y escuchas su aleteo incorpóreo. Has dejado de fingir que sabes por dónde entran las hormigas a tu habitación, que por la ventana tapiada se cuelan a veces las cucarachas y las moscas sin saber muy bien por qué. Si estuvieras loca, piensas, jurarías que habitan en tu sangre y en tu carne, que se deslizan silenciosos entre los pliegues de tus entrañas; pero sabes que en realidad siempre están ahí, fuera de tu campo de visión, en algún lugar indeterminado bajo el suelo y las paredes. La mariposa ha vuelto a tu cabello mientras parpadeabas. Quizá sea la única que sobreviva al invierno.

"No creo que a nosotros nos espere nada bueno tras la muerte", recuerdan los ojos de aquel que no puede morir del todo. Te remueves en la cama, incómoda, porque todo tu cuerpo te estorba. El hambre te desgarra desde el interior, ansiando quebrar la superficie de tu piel. Ojalá te brotaran alas, rasgando tu espalda, grotescas y carentes de sangre y huesos. Ojalá no tuvieras que volver a caer, que volver a enterrar tu rostro en la tierra, llorar y trenzarte la nostalgia en el cabello. Si tan solo fueras un poquito más fuerte, si tan solo tu cuerpo se deshiciera en retazos informes y revelara tu corazón desbocado, siempre resonante...

Un centenar de promesas te mantiene unida y entera, y si tus raídas manos te lo permitieran escribirías en sueños que ansías morir de vieja. Pero te atormenta la certeza de que un día se te agotará la paciencia, y entonces no te quedarán suficientes huesos.



Pues segundo relato que escribí sobre Cendra. Este no tiene hilo narrativo ni nada, solo pura emoción que necesitaba sacar por alguna parte. No esperaba que esto lo leyera nadie, si os soy sincera, pero creo que quedó "bonito" y que, sobre todo, define muy bien a Cendra. Quería liberar un poco la frustración y la impotencia que sintió con la muerte de su madre, el rescate de Maleneth del Consorcio, y la inminente llegada del Invierno.

El título es parte de la letra inglesa de Mesmerizer, que en sí no tiene nada que ver con el personaje pero justo justo esa frase me inspiró muchísimo. También me dio por escribir esto en segunda persona porque justo estaba leyendo Harrow la Novena y ahí utilizan muy bien ese recurso.

10/14/2024

Monarca

TW: Cadáver, sangre, autopsia, amputación.

El cadáver abotargado encontró su lugar de descanso en el sótano de una zapatería. Por fortuna su alma ya se encontraba muy lejos y, abierto desde la garganta hasta la pelvis, se dejaba examinar por tres pares de ojos curiosos y las hábiles manos de un zapatero experto en remiendos. Los órganos estaban siendo cuidadosamente retirados y limpiados, algunos de ellos aguardando la sangre de su nuevo dueño, y otros eran descartados con no más utilidad que la de ser carnaza para los perros. Los cortes, rápidos y precisos, eran más semejantes al despiece de un animal que a la disección de ser humano. El zapatero detuvo su labor en el hígado, que aún permanecía unido al cuerpo, y lo trazó con la yema de sus dedos.
— ¿Y bien? ¿Qué me podéis contar sobre esto?
Cendra separó los labios para responder, pero otra voz se adelantó.
— Cirrosis —respondió con firmeza Yebedel—. No parece grave, pero se aprecian algunas cicatrices en la superficie. Eso, y un exceso de grasa notable
 — No parece que tenga mucha grasa abdominal —señaló Cendra, mirando la capa de piel, músculo y grasa que reposaba a los lados del cadáver—. Es decir, no más de lo habitual.
— Le daría a la bebida, seguro —. Irah echó un vistazo por encima del hombro—. Por suerte parece que no afectó mucho al corazón. Aún se puede usar.
El zapatero no intervino en la conversación, y siguió diseccionando con pericia el resto de órganos. Uno a uno, sus estudiantes clasificaron las vísceras, y las piezas más correctas terminaron depositándose en una cámara con hielo. Irah miró con tristeza el rostro del fallecido, que ahora carecía de ojos y cuyos párpados se hundían sobre las cuencas como frágiles despojos de tela.
—¿Cual cree que fue la causa de la muerte, señor?
—No es relevante —replicó Fujimoto, cubriendo el cuerpo ya vacío con una lona limpia—. Aquí no se diagnostican muertos, ni se le hacen preguntas de más a los pacientes. Solo se zurcen o se descosen.
Irah asintió y devolvió la mirada a sus compañeras, cohibida. Yebedel habló de todas formas.
—Tormento, seguro. Tiene los pulmones encharcados.
—O le metieron la cabeza en un barreño durante una pelea de bar—añadió Cendra encogiéndose de hombros—. No hay forma de saberlo.
—Pero murió ahogado.
—Sí, eso sí. Ahogado y olvidado, porque de otro modo no hubiera acabado aquí.
Los estudiantes charlaban en voz baja mientras se retiraban las batas y se lavaban las manos, desprendiéndose de cualquier rastro de su oficio. El ambiente, aunque animado, aún seguía bajo la influencia del solemne silencio de la clínica clandestina. El repicar de la lluvia se escuchaba lejos, en la superficie, y el ruido de las alcantarillas abastecidas por la lluvia creaba un suave rumor que serpenteaba por las paredes. El sótano olía a humedad, antiséptico, y un leve sabor metálico a sangre fresca.
—Cendra, la mesa.
Al escuchar su nombre Cendra dejó caer sus bártulos y giró sobre sus talones. Ni siquiera se despidió de Irah y Yebedel, que marchaban por las escaleras entre susurros livianos. Hoy le había tocado a ella recoger. Mientras ordenaba las tijeras y desinfectaba la mesa, se preguntaba qué criterio usaría Fujimoto para decidir cuál estudiante se quedaba atrás. Algunos días no llamaba a nadie, incluso si la clínica se encontraba hecha un desastre, y cuando lo hacía parecía ser una cuestión de azar. Aun así, le extrañaba que alguien como Fujimoto dejara algo a suertes, incluso las cuestiones más mundanas.
—Ya está, señor —. Cendra se colocó junto a las escaleras, con los brazos cruzados a sus espaldas—. ¿Algo más?
—Las manos.
Un ligero rastro de exasperación en su voz. Cendra chasqueó la lengua y se dirigió cabizbaja al lavadero, donde el mismo Fujimoto se encontraba limpiando los bisturíes. Cendra se colocó a su lado y se remangó el grueso jersey hasta el codo, sumergiendo las manos en el agua fría y jabonosa.
Entonces la atrapó un gesto rápido, preciso. Quizá demasiado firme para un cirujano.
—¿Qué me puedes contar sobre esto?
Fujimoto sostenía la mano izquierda de Cendra por el contorno de la muñeca. Pequeñas burbujas de jabón se atrapaban entre los pliegues de la palma y entre los nudillos. Restos de sangre teñían la punta de las uñas, todas excepto aquella que ya no estaba. El dedo meñique se interrumpía un par de centímetros por encima de la base.
—Accidente de cocina.
Cendra no miraba su mano, sino que mantenía los ojos impasibles en el rostro abstraído de Fujimoto.
—No te he preguntado qué ha pasado. Examina la herida. ¿Qué ves?
Giró la muñeca aún bajo el agarre del doctor y dobló los dedos en su dirección.
—Un corte limpio, reciente. Parece que atravesó la articulación y cercenó el dedo de un solo gesto. Un objeto bien afilado. —Titubeó un instante antes de continuar—. Es una herida que hubiera sanado mejor con puntos, pero parece que la desinfectaron correctamente y pudo curarse sin problema.
—¿Daño en los nervios?
—No tengo. Quiero decir —carraspeó—, podría afectar al nervio cubital. Es posible que el paciente experimente dolores y hormigueo fantasma unas semanas después de la amputación.
Fujimoto alzó una ceja y finalmente soltó la muñeca. Cendra volvió a introducirla en el agua, escondiéndola bajo la superficie cubiera de espuma, y concluyó.
—Le recetaría analgésicos si fueran necesarios, y una pauta de antiinflamatorios. Y recomendaría más cuidado en la cocina.
—No está mal.
Cendra dejó escapar un suspiro profundo y terminó de limpiarse las manos. Fujimoto siguió hablando sin mirarla, como lo hacía cuando impartía lecciones al resto de sus alumnos.
—Sabes, para la próxima vez también tienes que fijarte en los detalles que rodean la herida. Por ejemplo, por la forma en que ha cicatrizado e´ muñón, yo diría que el corte se hizo de dentro hacia fuera —Fujimoto continuó la explicación colocando la mano izquierda en el borde de la pila, con la palma hacia arriba, y tomando un bisturí en su mano derecha—. Es decir, como si tuvieras la mano apoyada en su dorso. ¿No es una forma algo incómoda de cortar verduras, Cendra?
Imitó el gesto de un cuchillo con el bisturí, y poco a poco lo aproximó a su mano. Cerró el puño como si sostuviera algo entre sus dedos, y extendió el meñique de forma extremadamente antinatural. Conforme el bisturí se acercaba era evidente que no había forma de cortar el contenido de la mano y el meñique al mismo tiempo. Incluso si el cuchillo resbalaba de forma estrepitosa, el ángulo de corte seguía sin ser el correcto.
—Entiendo —Cendra se secó las manos con un pedazo de tela limpia, de nuevo mirando fijamente a los ojos de su tutor en vez de al bisturí peligrosamente cerca de su mano, que seguía ondeando en el aire como si fuera un cuchillo—. ¿Es importante saber en qué dirección se ha producido la amputación para su tratamiento?
—En este caso, no. Pero podría llegar serlo. Fíjate en ello de aquí en adelante
 —Lo haré, señor.
Cendra regresó a las escaleras y tomó su faltriquera. De nuevo se colocó con los brazos a la espalda, acariciando suavemente el tosco relieve del jersey. Ahora el silencio era aún más evidente, solo interrumpido por el constante siseo del agua en el suelo, en las paredes, y al fondo de la sala donde Fujimoto aún lavaba sus utensilios.
—¿Algo más?
—Nada más. Buenas noches. Y pide a tus padres que te den un cuchillo romo la próxima vez.
Cendra subió las escaleras y se introdujo en la trastienda de la zapatería, que esperaba a oscuras a que el último turno de enfermeras dejara de perturbar su inocencia. Aquí el aroma era distinto, a cuero y polvo; la humedad era fresca y goteaba en los goznes de las ventanas. Cendra alzó la mano izquierda hacia el delicado broche de mariposa que le decoraba el pelo. El insecto agitó las alas, feliz de ser liberado de su inmóvil labor, y trepó entre sus dedos, deteniéndose en aquel al que ya le faltaban dos fragmentos. Susurró, y sus labios aletearon a pocos centímetros de su anular, haciendo temblar los finos huesos.
—Más nos vale que el cuchillo esté afilado.



El primer relato que terminé sobre Cendra, mi "druida" de los invertebrados y fuente de inspiración y ansiedad favorita. Se trata de una escena ficticia con su maestro donde imaginé que le preguntaría sobre el dedo que le falta. Mi idea era escribir una continuación cuando que se amputara algo más, pero Fujimoto está muerto y a Cendra le faltan ya un par de extremidades. Ya escribiré sobre ello en otra ocasión.

PD: La mariposa que siempre lleva Cendra en el pelo es una mariposa monarca, de ahí el título.