12/22/2024

"And is the soul just a metaphor?"

Cendra había aprendido a diferenciar con facilidad las diferentes pisadas que transitaban las escaleras de la torre, y es que cada uno de los integrantes de los Cien sueños tenía su propio andar. Las de Syvos eran las más reconocibles, pesadas y metálicas, resonando más de lo que deberían a causa del vacío que llenaba su armadura. Las de Blaydd eran ágiles y ligeras, rítmicas, y a menudo golpeaba los escalones con las puntillas. Vermis siempre andaba despacio y arrastrando los pies. Las de Maleneth no habían cambiado nada en todos estos años, tan firmes que eran las únicas capaz de escuchar en sueños. Y las de Kafka eran suaves, incorpóreas, similares a las de un fantasma arrastrando un velo o una rata escabulléndose por los rincones. Esas eran las que escuchó bajar desde un par de pisos más arriba, justo cuando regresaba a sus aposentos.
—Buenas noches, Cendra —saludó sin levantar la cabeza.
—Hm —respondió ella desde el umbral—. Buenas noches a ti también.
Empujó la puerta entreabierta y la escasa luz de su cuarto arrojó sombras por las escaleras. Pausó unos segundos antes de entrar y, en vez de eso, hizo girar la silla para darle la espalda a su habitación.
—Kafka, espera.
La figura se detuvo y volteó la cabeza sin hacer ruido, tan solo delatada por el leve rasgar de la túnica contra el suelo.
—Esta mañana, cuando has dicho que sabes qué va a ser de Maleneth... ¿a qué te referías?
—A que está loco. Solo eso.
—Sí, supongo —suspiró Cendra, apartando la mirada hacia la hilera de hormigas que adornaba el marco de la puerta—. Ya sé que no podemos fiarnos de él. Pero tiene que haber algo que podamos hacer, ¿verdad? Alguna manera de que se tranquilice, de que vuelva a ser como antes.
Kafka se encogió de hombros. Quizá desconocía al Maleneth "de antes" al que Cendra se estaba refiriendo.
—No sé —continuó ella—. A lo mejor es buena idea hablarlo con Blaydd, a ver si a él sí que le hace caso. O darle un poco más de tiempo a que se acostumbre a estar aquí abajo... ¿Tú habías pensado en algo?
—Sí, a eso iba —Kafka volvió a posar su mano en la barandilla, y descendió otro escalón—. Que descanses.
Las cejas de Cendra se arrugaron con curiosidad. Titubeó un instante antes de hacer rodar la silla hacia la escalera, dejando su habitación atrás.
—¿A eso iba? —repitió, ladeando la cabeza.
—Justo ahora iba a ver a Lucrecio.
—Ah, ya veo. ¿Puedo ir contigo?
—Hm, claro. Por qué no.
Cendra se puso en pie y empujó la silla en su dirección.
—Vas a tener que llevarme.
Pronto su suave traqueteo inundó la escena nocturna de la nueva Zulc. La noche, indistinguible del día por la ausencia de luz solar y por el frío constante que asolaba la superficie, solo se reconocía por el silencio de sus habitantes y por la atenuada luz de las farolas. Aparte de un par de guardias, que ya estaban acostumbrados a ignorar a los protegidos de la casa Kholin, y algún que otro transeúnte que se afanaba en regresar a su hogar, los caminos estaban desiertos. De esta forma el crepitar de la guerra era difícil de ignorar, y las sombras sinuosas de la batalla se reflejaban en las paredes y en el techo. Hicieron el camino en silencio hasta que empezaron a aproximarse a uno de los asentamientos granjeros.
—Tengo que advertirte de algo —habló Kafka mientras empujaba con firmeza la silla—. Puede que veas a Lucrecio algo cambiado.
—¿En serio? —rió suavemente—. ¿Y eso por qué? ¿No le ha sentado bien estar aquí abajo?
—Porque le he matado, Cendra.
Pareciera como si la misma guerra hubiera cesado durante ese mismo instante solo para permitir que brotara un silencio ensordecedor, tan solo interrumpido por el leve chirriar de las ruedas y su desgaste sobre la tierra. Cendra se revolvió despacio en la silla y giró la cabeza para mirar a su porteador. El rostro de Kafka estaba atravesado por una sonrisa antinatural que le quebraba los labios.
—Por la santísima Dama —susurró Cendra, en un tono mestizo entre la sorpresa y la exhasperación— ¿Por qué? ¿Qué te ha hecho?
—Oh, nada —Kakfa ladeó la cabeza ligeramente, con la mirada aún centrada en el camino—. Fue un poco gilipollas cuando hablamos, si te digo la verdad, pero no lo maté por eso.
Cendra regresó la cabeza al frente y aspiró el aire helado entre los dientes.
—Maleneth te va a matar.
—¿Por qué? No tiene por qué enterarse. ¿O es que me vas a delatar? Creí que éramos amigos.
—Claro, lo que me faltaba —masculló Cendra, arrugando la manta entre sus dedos—. Ahora mismo voy y se lo cuento. ¿Sabes lo que haría entonces? Matarnos a los dos. Nos pone en fila y —pausa un momento para lanzar su puño al aire— nos arranca la cabeza de un solo golpe. ¿Te crees que quiero morir así?
—Si no le dices que he sido yo...
—¡Se enterará tarde o temprano! Me verá dudar o sospechará por cualquier motivo, y entonces le ordenará a Vermis que me lea la mente. ¡Ni siquiera le hace falta eso! Si de él dependiera, sería capaz de arrancar mi cerebro y examinarlo lámina a lámina hasta encontrar lo que busca. Joder, Kafka. ¿Por qué me cuentas esto?
Su voz empezó a quebrarse de angustia y, en un gesto súbito, alzó la mano para clavar las uñas en la mano derecha de Kafka. La retiró de un respingo, no sin que antes florecieran cuatro marcas en forma de medialuna en su piel. Cendra rasgó la superficie del manillar en su lugar.
—Me has puesto en peligro sin motivo.
Kafka sacudió la mano con desagrado.
—Fuiste tú la que dijo que quería venir.
La silla se detuvo bruscamente frente a una casa de ladrillos dispares, indistinguible de las del resto del asentamiento. A lo lejos una granja maltrecha se ahogaba entre la oscuridad. No se veía ni una sola luz en las ventanas, y la ausencia de actividad creaba la ilusión de ser una aldea abandonada. Cendra se incorporó, temblorosa, e hizo girar el pomo de la puerta. Cerrada. Apoyó la cabeza sobre su superficie, esperando escuchar la respiración adormecida de Lucrecio, pero solo encontró silencio.
—Sí, ya está muerto —habló Kafka, aún sujetando la silla—. Solo quería asegurarme.
—¿Cómo lo has hecho? —susurró contra la madera, intentando inútilmente atisbar algo entre las rendijas.
—Como lo hago siempre. Debió caer enfermo hace unos días. No habrá tenido tiempo ni de buscar un médico —Kafka recupera la sonrisa, tan amplia que amenaza con partir en dos sus facciones—. Ya lo habrán enterrado. Espero que le hagan una tumba, ¿sabes? Ya me imagino el epitafio: "Aquí yace Lucrecio; murió cagando sus propias tripas".
—Qué asco. Y qué pena. —El tono de Cendra se vuelve severo mientras se deja caer de vuelta en la silla—. Es todo un desperdicio. Tenía un rostro tan bonito. Y era un mago, Kafka. Uno de los buenos. Podría habernos ayudado.
—Ya te dije que hablé con él y no podía hacer nada. Es mucho mejor así, créeme.
—¿Entonces por qué lo has matado?
Kafka se colocó frente a ella, posicionándose en el espacio que quedaba entre su cuerpo y la puerta, y se inclinó para que sus ojos estuvieran a la misma altura.
—Porque tengo ganas de ver cómo reacciona Maleneth a todo esto—ríe, y la túnica se desliza sobre su cuerpo hueco—. Ya me lo imagino apretando los puños, tensando la mandíbula, ensordecido por su propia respiración, inmóvil frente a su tumba... Tengo que confesar —su voz se entrelaza con una carcajada— que últimamente no dejo de pensar en él. Es una obsesión, lo admito. Pero es increíblemente divertido.
—¿Todo esto es para vengarte de Male? —Cendra hundió la cabeza entre sus dedos—. Mierda, Kafka. Qué asco. Joder. Te creía distinto.
—Sabes, a Ganith tampoco le queda mucho —continúa, desplazando la mirada al techo—. Te confieso que eso no lo había pensado en su momento, pero qué demonios, me viene de perlas. Aún noto ese tumor en su cerebro. El día que ya no lo encuentre sabré que también ha muerto.
—Eres un psicópata. Qué pena, en serio —repitió, mordiéndose los labios—. Eres igual que él.
Las facciones de Kafka se suavizan cuando le devuelve la mirada.
—Me da igual lo que pienses. Seguimos siendo amigos, ¿no? Es lo que me has prometido. Justo lo que querías.
—Si eso es una amenaza que sepas que no funciona —ladró Cendra con tono exhasperado—. Llévame de vuelta a la torre, ahora. Tengo que pensar en cómo solucionar esto.
Kafka giró la silla con un gesto brusco y empezó a empujarla, alejándose de lo que había sido la casa de Lucrecio.
—No tienes que solucionar nada, ¿sabes?
—Claro que sí —murmuró mientras se pasaba los dedos por los labios, pellizcándose la piel agrietada—. En algún momento me preguntarán si sé algo de él, y tengo que pensar qué voy a decir entonces. Mierda, se me da fatal mentir.
—¿Le has hablado a alguien de Lucrecio?
—Esta mañana —admitió, echándole un rápido vistazo a la torre que se atisbaba a lo lejos—. Mientras desayunábamos. Solo mencioné que lo habían visto aquí abajo.
—Ah, Cendra —enunció con tono burlesco—. No puedes mantener la boca cerrada, ¿verdad?
—¡Tú tampoco puedes! —le recrimina, agitando la mano en el aire—. Si yo lo sé es solo porque a ti se te escapó antes. Últimamente te descuidas mucho al hablar.
—Puede ser, sí. —La voz de Kafka suena desinteresada, apática en comparación a su sonrisa—. ¿Qué harás entonces? ¿Vas a detenerme? ¿Contárselo a alguien más?
—Me da igual en lo que quieras desperdiciar tu vida, pero no puedo permitir que tus jueguecitos me salpiquen. Me estás poniendo en peligro, a mí y al resto del grupo. —Dejó escapar un suspiro tembloroso—. Los amigos no hacen eso, ¿sabes?
—Los amigos a veces se mienten. A veces se ocultan cosas, o actúan a espaldas de otros. En ocasiones incluso se matan.
—Esa no es para nada la idea que tengo de amistad.
—Hm. Supongo que nunca tuve muchos amigos.
Cendra dejó caer la cabeza sobre su regazo, hundiéndose en la manta y dejándose llevar por el traqueteo de las ruedas. Durante unos segundos Kafka continuó la marcha en silencio, despreocupado, mientras Cendra se secaba las lágrimas de frustración que le manchaban las mejillas.
—Maleneth va a matarte —susurró a pocos centímetros de la tela, ahogando su voz—. Va a matarte en cualquier momento, ¿y luego quién va a ser la que tiene que regresarte a la vida? Yo, por supuesto. Una y otra vez, hasta que consumas todos mis huesos. ¿Es eso lo que quieres, Kafka? ¿Es tu forma de vengarte también de mí?
—Tus huesos por mi alma. Tu anilla por mi anilla. Ese era el trato. Tú harías lo mismo.
—Pero parte del trato era cuidarnos el uno al otro —respondió Cendra, alzando de nuevo la cabeza—. Al fin y al cabo lo hicimos porque queríamos sobrevivir, ¿no? ¿Entonces qué sentido tiene si vas a ponerte en peligro constantemente? ¿O ponerme a mí también en peligro? Yo siempre te he protegido. No me parece justo.
Cendra hizo rodar algo invisible entre sus dedos. Un dolor punzante le atenazó la mandíbula.
—Yo guardo tu anilla con mucho, muchísimo cariño. Y esperaba que tú cuidaras de la mía...
—No tienes nada de lo que preocuparte, en serio —Kafka se inclinó ligeramente para apoyar todo su peso sobre el respaldo de la silla, y acercar sus labios en un susurro cómplice—. Mira, te voy a ser sincera. Porque cada vez me caes mejor, y de alguna manera extraña ahora me caes mejor que nunca. Me sublimé hace una semana y media.
De nuevo ese silencio cortante, pero entonces no era frío y afligido. En su lugar se desató brusco, violento, como el hervir de la misma sangre. Cendra tensó la lengua con cuidado antes de hablar.
—¿Que has hecho qué?
—Así sin más. No sabes lo liberador que es. Es como si me hubiera quitado un peso enorme de encima. No podía soportarlo más, ¿sabes? La sensación de estar constantemente al borde de la muerte. Pensar que en cualquier momento, en una de vuestras estúpidas aventuras, un virote bien lanzado o un tajo desafortunado me iba a llevar por delante. ¿Y entonces qué? ¿Para qué esperar si ya sé que en cualquier momento estaré muerto? Ese miedo me estaba consumiendo por completo.
Sus dedos repiquetearon con anticipación en el respaldo de la silla, y su voz se suavizó, tornándose en un suspiro.
—Así que esa noche tiré de la anilla. Solo, en mi habitación. Pensé que quizás encontraríais mi cadáver hinchado por la mañana, o que de lo contrario no dejaría nada atrás. Pero me habría ido en mis propios términos. ¿Sabes qué paso entonces, Cendra? Absolutamente nada. Desaparecí durante un instante y, cuando abrí los ojos, estaba fuera de la torre. Así que volví a mi cuarto y me fui a dormir. Como si no hubiera ocurrido nada. He reconstruido mi cuerpo desde cero y ninguno de vosotros se ha dado cuenta. 
Cendra se giró para examinar la figura que afirmaba seguir siendo Kafka. Misma piel deslustrada, mismas facciones angulosas, el pelo oscuro y lacio cayéndole sin cuidado alrededor del cuello. Un brillo desafiante en sus ojos y esa sonrisa pícara en los labios, pero nada más. Idéntico en el resto de sentidos.
—Ah, y perdona por mentirte con lo del trato —esbozó una mueca de disculpa—. Admito que estuvo mal. ¡Pero es mucho mejor para ti! Ahora no tienes nada de lo que preocuparte.
La mirada de Cendra se desenfocó mientras dejaba caer la cabeza en el respaldo, mirando al techo. La silueta borrosa de Kafka entró en su campo de visión. Sus ojos buscaban algo por encima de la superficie.
—Sí yo muero...
—Te reviviré. Creo que puedo hacerlo. Y si no pudiera, por lo que fuera, tiraré de la anilla y sublimaré tus huesos. ¿Era eso lo que querías, cierto? ¿Morir así?
—Sí. Eso es lo que quiero.
Cerró los ojos y se concentró en sus propios latidos, en la sensación ardiente de sus huesos, temiendo encontrar un atisbo de dolor en sus articulaciones cortadas. Nada. Sus entrañas se encontraban mudas y satisfechas. Pero no pudo ignorar el anhelo resonante en su interior, el suave zozobrar de las alas de mariposa en su frente.
—¿Cómo se siente? —pronunció, relamiendo el extraño dulzor en sus palabras—. La sublimación.
—Es increíble. Me pasaría el resto de mi existencia matándome y resucitándome. —En las palabras de Kafka también nota ese mismo sabor acaramelado—. Y es tan divertido. Aún estoy probando mis límites, pero siento que hay tantas cosas que puedo hacer. Me he pasado tanto tiempo deseando volver a sentir hambre... ¿y para qué? Esto es mil veces mejor.
—¿Y lo único que se te ha ocurrido para disfrutarlo es torturar a Maleneth? —replicó, abriendo los ojos para dibujar en ellos una expresión disgustada.
—Bah, solo hasta que me aburra de él. Luego haré otras cosas, supongo. Puede que escape de aquí, visite otras ciudades.... He pensado que puede ser divertido estudiar magia otra vez, ¿quién sabe? —rió, y por primera vez Cendra sintió deseos de devolverle esa sonrisa—. Puede que explote si intento conjurar algo. También quiero ver si hay alguien más como yo por ahí, o si de verdad estoy solito en el mundo.
—¿Y no te da miedo la eternidad?
—No te creas. Si algún día me canso de vivir, solo tengo que dejar de resucitarme. Y moriré del todo.
No parece un mal plan. Cendra ahogó las palabras antes de que brotaran de su garganta. La sucesión de emociones inconexas dejaron paso a una calma amarga, a la anticipación frustrada de una mecha cortada demasiado pronto. Su mano se removió buscando un rosario inexistente entre sus dedos.
—Si te soy sincero, tengo ganas de ver lo que va a ser de ti —prosiguió Kafka con voz incendiada—. Viendo la relación que tienes ahora con tus insectos, y todo lo que te queda aún por entregar... no soy capaz de imaginarme lo que puedes llegar a ser. Es emocionante.
Cendra se removió incómoda en su asiento, llevándose la mano al pecho para arañar los botones de la camisa.
—No quiero morir. Ya sé que algún día pasará, pero no quiero que sea ahora, ni pronto. Tiempo al tiempo.
—Tranquila, soy paciente. No tiraré de tu anilla hasta que no estés lista, o no te quede otra. Pero te lo aseguro, esta sensación es indescriptible. Sé que te va a encantar. —Las uñas de Kafka tamborileaban sobre el manillar—. Veo eso de mí en ti.
—Pero me gusta estar viva —suspiró Cendra, acariciando distraidamente su muñeca—. Soy feliz con mis amigos, y los quiero. Y echo muchísimo de menos a mi padre. Tengo que volver a verle.
—Lo entiendo. Yo también amaba a mi madre. Pero está muerta.
Las palabras de Kafka tintinean en el aire, y Cendra no puede evitar recordar su cuerpo inerte en la bañera. La mancha en el suelo de su cocina.
—No les hagas daño, por favor —rogó en un susurro—. Al resto de los Cien sueños. No se lo merecen.
—No te preocupes, no tengo intención de hacerlo. Blaydd me cae bastante bien. Vermis varía poco dependiendo del día, pero no tengo ningún problema con él. Y Syvos... —dijo con un resoplido afable—. Bueno, es Syvos.
Cendra alzó la vista hacia la habitación de Maleneth, y conteniendo el aliento ante el débil fulgor de las velas en lo más alto de la torre.
—Pues ahora solo me queda preocuparme por él.
—¿Por qué le tienes tanto miedo? —pregunta con tono despreocupado—. Ha dicho varias veces que no va a hacerte daño. Es más, quiere protegerte. ¿Por qué le iba a hacer daño a alguien que ama?
—Maleneth no está enamorado de mí —escupió Cendra, frunciendo las cejas—. Lo sabría si fuera el caso. O me lo hubiera dicho.
—¿Eso crees? A mí me parece que es bastante obvio.
—Eso no es amor, Kafka. Amor es lo que tenían mis padres. Lo que sea que siente Maleneth es... —hizo un gesto vago en el aire, para finalmente dejar caer la mano— no lo sé, pero otra cosa. No creo ni que él lo tenga claro.
Kafka le interrumpió al posar la mano sobre su cabeza para revolverle el cabello con una risita complaciente. Cendra se dejó llevar por el gesto, que no supo discernir si era de afecto o condescendencia.
—Ay, Cendra, si es que te preocupas demasiado... Te lo digo en serio, vente algún día y fumamos juntos. Te sentará bien. A no ser que se te vayan a quedar los huesos negros o algo de eso.
—Tendría que fumar muchísimo para que ocurriera algo así —rió Cendra— Quizás algún día te tomo la palabra.
La silla se detuvo frente a la entrada principal de la torre, y finalmente Kafka pudo deshacerse de su labor. Sus brazos regresaron al lado de su cuerpo, haciendo balancear la túnica, mientras Cendra plegaba la silla y se afanaba por subirla por las escaleras.
—No te preocupes por lo de Lucrecio —dijo antes de despedirse—. Yo no pienso decirle nada a Maleneth, así que depende de ti.
Cendra no respondió, y se quedó en el umbral de su habitación mientras sus pasos vaporosos ascendían por los peldaños. Solo cuando dejó de escucharlos del todo se atrevió a entrar en el dormitorio. Dejó la silla a un lado y, en vez de hundirse en la cama, apoyó su cuerpo contra el escritorio. Le dolían las manos y sus ojos pesaban de cansancio, y aun así se esforzó en descorchar el tintero y titular una nueva carta antes de irse a dormir.
"Si algún día desaparezco..."



Esto, más que un relato, es una transcripción más o menos decorada de una de las escenas que viví en la campaña de Cien sueños. Quería dejarla por escrito porque, además de ser una PEDAZO de escena, tenía que inmortalizarla para que el resto de jugadores que no estuvieran roleando pudieran disfrutar también de este momento.

El título es parte de la letra de Wait, que, al igual que The Emptiness Machine es la canción que define la relación de Cendra y Maleneth, Wait sería la de Cendra y Kafka.

10/18/2024

"and your beating heart has gone insane, is always resonating..."

TW: Descripciones desagradables, muerte, sangre, insectos, vísceras, un poco de todo.

A estas horas eres la única sombra que se dibuja entre los contornos de la taberna. Tus padres no están, aunque su sangre permanece entre las grietas del suelo de la cocina —como la tuya en el escritorio, camuflada en el corte seco de una muesca—, y el cráneo de tu madre reposa en algún lugar cercano. Le besaste las huecas mejillas antes de subir a tu habitación. Susurraste una despedida que solo ellos escucharon, incapaces de interpretar la cadencia en tu voz. Y aún así les diste las gracias.

Nadie te acompaña esta noche, aunque sería un error decir que estás sola. Hasta ahora has encontrado consuelo en el frío suelo de una cripta subterránea, en el olor a serrín y el repiqueteo del metal; incluso en lo más profundo de la tierra y en su infame hierba sin sol has podido hallar el descanso, pero aquí no. No crees ser capaz de volver a dormir en una habitación vacía. 

Recuperas tu forma al desprenderte de tu mano izquierda y de una de tus piernas —te desprenderías de aún más, porque te queman, porque lo ansías, pero por el momento siguen unidos a tu cuerpo—, y te dejas caer en la cama de tu infancia. No lo ves, pero en lo más profundo del colchón aún queda una mancha sanguinolenta, recuerdo de tu última ofrenda. Apoyas la ausente extremidad justo encima. Hoy nadie te dará las buenas noches.

Dejas la mariposa en la mesilla y escuchas su aleteo incorpóreo. Has dejado de fingir que sabes por dónde entran las hormigas a tu habitación, que por la ventana tapiada se cuelan a veces las cucarachas y las moscas sin saber muy bien por qué. Si estuvieras loca, piensas, jurarías que habitan en tu sangre y en tu carne, que se deslizan silenciosos entre los pliegues de tus entrañas; pero sabes que en realidad siempre están ahí, fuera de tu campo de visión, en algún lugar indeterminado bajo el suelo y las paredes. La mariposa ha vuelto a tu cabello mientras parpadeabas. Quizá sea la única que sobreviva al invierno.

"No creo que a nosotros nos espere nada bueno tras la muerte", recuerdan los ojos de aquel que no puede morir del todo. Te remueves en la cama, incómoda, porque todo tu cuerpo te estorba. El hambre te desgarra desde el interior, ansiando quebrar la superficie de tu piel. Ojalá te brotaran alas, rasgando tu espalda, grotescas y carentes de sangre y huesos. Ojalá no tuvieras que volver a caer, que volver a enterrar tu rostro en la tierra, llorar y trenzarte la nostalgia en el cabello. Si tan solo fueras un poquito más fuerte, si tan solo tu cuerpo se deshiciera en retazos informes y revelara tu corazón desbocado, siempre resonante...

Un centenar de promesas te mantiene unida y entera, y si tus raídas manos te lo permitieran escribirías en sueños que ansías morir de vieja. Pero te atormenta la certeza de que un día se te agotará la paciencia, y entonces no te quedarán suficientes huesos.



Pues segundo relato que escribí sobre Cendra. Este no tiene hilo narrativo ni nada, solo pura emoción que necesitaba sacar por alguna parte. No esperaba que esto lo leyera nadie, si os soy sincera, pero creo que quedó "bonito" y que, sobre todo, define muy bien a Cendra. Quería liberar un poco la frustración y la impotencia que sintió con la muerte de su madre, el rescate de Maleneth del Consorcio, y la inminente llegada del Invierno.

El título es parte de la letra inglesa de Mesmerizer, que en sí no tiene nada que ver con el personaje pero justo justo esa frase me inspiró muchísimo. También me dio por escribir esto en segunda persona porque justo estaba leyendo Harrow la Novena y ahí utilizan muy bien ese recurso.

10/14/2024

Monarca

TW: Cadáver, sangre, autopsia, amputación.

El cadáver abotargado encontró su lugar de descanso en el sótano de una zapatería. Por fortuna su alma ya se encontraba muy lejos y, abierto desde la garganta hasta la pelvis, se dejaba examinar por tres pares de ojos curiosos y las hábiles manos de un zapatero experto en remiendos. Los órganos estaban siendo cuidadosamente retirados y limpiados, algunos de ellos aguardando la sangre de su nuevo dueño, y otros eran descartados con no más utilidad que la de ser carnaza para los perros. Los cortes, rápidos y precisos, eran más semejantes al despiece de un animal que a la disección de ser humano. El zapatero detuvo su labor en el hígado, que aún permanecía unido al cuerpo, y lo trazó con la yema de sus dedos.
— ¿Y bien? ¿Qué me podéis contar sobre esto?
Cendra separó los labios para responder, pero otra voz se adelantó.
— Cirrosis —respondió con firmeza Yebedel—. No parece grave, pero se aprecian algunas cicatrices en la superficie. Eso, y un exceso de grasa notable
 — No parece que tenga mucha grasa abdominal —señaló Cendra, mirando la capa de piel, músculo y grasa que reposaba a los lados del cadáver—. Es decir, no más de lo habitual.
— Le daría a la bebida, seguro —. Irah echó un vistazo por encima del hombro—. Por suerte parece que no afectó mucho al corazón. Aún se puede usar.
El zapatero no intervino en la conversación, y siguió diseccionando con pericia el resto de órganos. Uno a uno, sus estudiantes clasificaron las vísceras, y las piezas más correctas terminaron depositándose en una cámara con hielo. Irah miró con tristeza el rostro del fallecido, que ahora carecía de ojos y cuyos párpados se hundían sobre las cuencas como frágiles despojos de tela.
—¿Cual cree que fue la causa de la muerte, señor?
—No es relevante —replicó Fujimoto, cubriendo el cuerpo ya vacío con una lona limpia—. Aquí no se diagnostican muertos, ni se le hacen preguntas de más a los pacientes. Solo se zurcen o se descosen.
Irah asintió y devolvió la mirada a sus compañeras, cohibida. Yebedel habló de todas formas.
—Tormento, seguro. Tiene los pulmones encharcados.
—O le metieron la cabeza en un barreño durante una pelea de bar—añadió Cendra encogiéndose de hombros—. No hay forma de saberlo.
—Pero murió ahogado.
—Sí, eso sí. Ahogado y olvidado, porque de otro modo no hubiera acabado aquí.
Los estudiantes charlaban en voz baja mientras se retiraban las batas y se lavaban las manos, desprendiéndose de cualquier rastro de su oficio. El ambiente, aunque animado, aún seguía bajo la influencia del solemne silencio de la clínica clandestina. El repicar de la lluvia se escuchaba lejos, en la superficie, y el ruido de las alcantarillas abastecidas por la lluvia creaba un suave rumor que serpenteaba por las paredes. El sótano olía a humedad, antiséptico, y un leve sabor metálico a sangre fresca.
—Cendra, la mesa.
Al escuchar su nombre Cendra dejó caer sus bártulos y giró sobre sus talones. Ni siquiera se despidió de Irah y Yebedel, que marchaban por las escaleras entre susurros livianos. Hoy le había tocado a ella recoger. Mientras ordenaba las tijeras y desinfectaba la mesa, se preguntaba qué criterio usaría Fujimoto para decidir cuál estudiante se quedaba atrás. Algunos días no llamaba a nadie, incluso si la clínica se encontraba hecha un desastre, y cuando lo hacía parecía ser una cuestión de azar. Aun así, le extrañaba que alguien como Fujimoto dejara algo a suertes, incluso las cuestiones más mundanas.
—Ya está, señor —. Cendra se colocó junto a las escaleras, con los brazos cruzados a sus espaldas—. ¿Algo más?
—Las manos.
Un ligero rastro de exasperación en su voz. Cendra chasqueó la lengua y se dirigió cabizbaja al lavadero, donde el mismo Fujimoto se encontraba limpiando los bisturíes. Cendra se colocó a su lado y se remangó el grueso jersey hasta el codo, sumergiendo las manos en el agua fría y jabonosa.
Entonces la atrapó un gesto rápido, preciso. Quizá demasiado firme para un cirujano.
—¿Qué me puedes contar sobre esto?
Fujimoto sostenía la mano izquierda de Cendra por el contorno de la muñeca. Pequeñas burbujas de jabón se atrapaban entre los pliegues de la palma y entre los nudillos. Restos de sangre teñían la punta de las uñas, todas excepto aquella que ya no estaba. El dedo meñique se interrumpía un par de centímetros por encima de la base.
—Accidente de cocina.
Cendra no miraba su mano, sino que mantenía los ojos impasibles en el rostro abstraído de Fujimoto.
—No te he preguntado qué ha pasado. Examina la herida. ¿Qué ves?
Giró la muñeca aún bajo el agarre del doctor y dobló los dedos en su dirección.
—Un corte limpio, reciente. Parece que atravesó la articulación y cercenó el dedo de un solo gesto. Un objeto bien afilado. —Titubeó un instante antes de continuar—. Es una herida que hubiera sanado mejor con puntos, pero parece que la desinfectaron correctamente y pudo curarse sin problema.
—¿Daño en los nervios?
—No tengo. Quiero decir —carraspeó—, podría afectar al nervio cubital. Es posible que el paciente experimente dolores y hormigueo fantasma unas semanas después de la amputación.
Fujimoto alzó una ceja y finalmente soltó la muñeca. Cendra volvió a introducirla en el agua, escondiéndola bajo la superficie cubiera de espuma, y concluyó.
—Le recetaría analgésicos si fueran necesarios, y una pauta de antiinflamatorios. Y recomendaría más cuidado en la cocina.
—No está mal.
Cendra dejó escapar un suspiro profundo y terminó de limpiarse las manos. Fujimoto siguió hablando sin mirarla, como lo hacía cuando impartía lecciones al resto de sus alumnos.
—Sabes, para la próxima vez también tienes que fijarte en los detalles que rodean la herida. Por ejemplo, por la forma en que ha cicatrizado e´ muñón, yo diría que el corte se hizo de dentro hacia fuera —Fujimoto continuó la explicación colocando la mano izquierda en el borde de la pila, con la palma hacia arriba, y tomando un bisturí en su mano derecha—. Es decir, como si tuvieras la mano apoyada en su dorso. ¿No es una forma algo incómoda de cortar verduras, Cendra?
Imitó el gesto de un cuchillo con el bisturí, y poco a poco lo aproximó a su mano. Cerró el puño como si sostuviera algo entre sus dedos, y extendió el meñique de forma extremadamente antinatural. Conforme el bisturí se acercaba era evidente que no había forma de cortar el contenido de la mano y el meñique al mismo tiempo. Incluso si el cuchillo resbalaba de forma estrepitosa, el ángulo de corte seguía sin ser el correcto.
—Entiendo —Cendra se secó las manos con un pedazo de tela limpia, de nuevo mirando fijamente a los ojos de su tutor en vez de al bisturí peligrosamente cerca de su mano, que seguía ondeando en el aire como si fuera un cuchillo—. ¿Es importante saber en qué dirección se ha producido la amputación para su tratamiento?
—En este caso, no. Pero podría llegar serlo. Fíjate en ello de aquí en adelante
 —Lo haré, señor.
Cendra regresó a las escaleras y tomó su faltriquera. De nuevo se colocó con los brazos a la espalda, acariciando suavemente el tosco relieve del jersey. Ahora el silencio era aún más evidente, solo interrumpido por el constante siseo del agua en el suelo, en las paredes, y al fondo de la sala donde Fujimoto aún lavaba sus utensilios.
—¿Algo más?
—Nada más. Buenas noches. Y pide a tus padres que te den un cuchillo romo la próxima vez.
Cendra subió las escaleras y se introdujo en la trastienda de la zapatería, que esperaba a oscuras a que el último turno de enfermeras dejara de perturbar su inocencia. Aquí el aroma era distinto, a cuero y polvo; la humedad era fresca y goteaba en los goznes de las ventanas. Cendra alzó la mano izquierda hacia el delicado broche de mariposa que le decoraba el pelo. El insecto agitó las alas, feliz de ser liberado de su inmóvil labor, y trepó entre sus dedos, deteniéndose en aquel al que ya le faltaban dos fragmentos. Susurró, y sus labios aletearon a pocos centímetros de su anular, haciendo temblar los finos huesos.
—Más nos vale que el cuchillo esté afilado.



El primer relato que terminé sobre Cendra, mi "druida" de los invertebrados y fuente de inspiración y ansiedad favorita. Se trata de una escena ficticia con su maestro donde imaginé que le preguntaría sobre el dedo que le falta. Mi idea era escribir una continuación cuando que se amputara algo más, pero Fujimoto está muerto y a Cendra le faltan ya un par de extremidades. Ya escribiré sobre ello en otra ocasión.

PD: La mariposa que siempre lleva Cendra en el pelo es una mariposa monarca, de ahí el título.